No quiso compartir su muerte

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En Los adioses (1954) de Juan Carlos Onetti, a un hombre, el protagonista, sin nombre (solo es “el tipo”, “el hombre”), “…no le quedaba otra cosa que la muerte y no había querido compartirla” con nadie. Tras su lectura pensé en aquel hombre que contrata a un tipo para que lo mate en Contraté a un asesino a sueldo, un filme de Aki Kaurismäki. La única condición que fija es que el asesino no le avise dónde, cuándo ni la hora en que se le interpondrá en su camino para quitarle la vida. Incluso, hecho el trato y entregado el dinero por el trabajo se deshace de los datos del contacto. Pero el hombre, pasados unos días, conoce a una mujer y quiere dar marcha atrás con el plan. No sabe dónde ni cómo contactar a su posible asesino. Y lo atrapa la paranoia. Como el hombre de Onetti, que tenía sólo a su muerte, este no tenía mayor cosa: poseía nada más que su desgracia, que quiso que ese asesino la convirtiera en su muerte.

Los adioses, por todo eso, es un relato entrañable. Conforme las páginas avanzan surge una empatía por aquel hombre que, más allá de su resolución, no se abandona nunca. El drama de ese hombre no es extraordinario, es de esos dramas que presenciamos todos los días y, sin embargo, posee tintes inesperados, demoledores. Abandonado de la vida y en camino de ese trance final de una enfermedad que —él lo sabe— consumirá sus últimos días, el hombre se ve envuelto en una disyuntiva: el amor de dos mujeres. Pero ¿qué clase de amor? En lo que habrá de terminar esa querencia es, a un mismo tiempo, una especie de símbolo del acábose de la vida del hombre: un desapego frontal de sus más íntimas posesiones para situarse justo donde una bala disparada habrá de dar en el blanco. Eso se ajusta a lo que Muñoz Molina dice de los héroes de Onetti, que son los más pacíficos, los más perezosos, los más inútiles del mundo.

En Los adioses persiste la voz del tendero del almacén, una variación de narrador omnisciente. Es un narrador sabelotodo pero mentiroso, o por lo menos inventivo y embaucador: del otro lado del mostrador mira el ir y venir de los parroquianos, del hombre y del par de mujeres, esa es su potestad, “…como si el hombre y la muchacha, y también la mujer grande y el niño, hubieran nacido de mi voluntad para vivir lo que yo había determinado”. Incluso, jugaba en sus manos las cartas de la certeza: “En general, me bastaba verlos, y no recuerdo haberme equivocado”, ver a los enfermos para que le preguntaran y se preguntara, “¿y éste? ¿Se vuelve caminando o con las patas para adelante?”. Porque a aquel sitio los enfermos llegaban con una única encomienda: no darle a roer a los recuerdos y a la imposibilidad lo que quedaba de vida, porque de esa inclinación a la compasión nadie sale, que se sepa, bien librado.

Ese largo monólogo incesante del tendero en Los adioses da respuesta, a su manera, a aquellos soliloquios faulknerianos de Mientras agonizo: la verdad la tiene cada quien, cada uno la construye y, llegado el tiempo, la acuchilla. El hombre llega a ese sitio con la intención de pasar los últimos días de su desahucio. El tendero “sabía esto, muchas cosas más, y el final inevitable de la historia…”. De cada historia. Porque desde el momento en que lo vio descender del ómnibus lo supo: “Me hubieran bastado aquellos movimientos… para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar la voluntad para curarse”. El tendero sabe cuándo se trata de uno que va a sanar y de uno que no, como si en su imaginación y voluntad estuviera la medida de cada hombre: de su vida y su devenir, de su muerte y su recuerdo. Pero se trata de un narrador, ya lo dije, inventivo y embaucador.

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