Multiculturalidad y empoderamiento en la periferia de la ciudad

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El poblado de Cuexcomatitlán, en Tlajomulco, se convirtió en el refugio de unas 420 personas de origen indígena. Ahí, miembros de nueve etnias conviven en un terreno escarpado en la cima de un cerro al que llegaron después de haber dejado sus lugares de origen para vivir algunos años Guadalajara. Indígenas otomíes, purépechas, mixtecos, mayas, triquis, wixárikas, mazahuas, zapotecos, nahuas y huastecos encontraron en este terreno un refugio donde quedarse.

Para llegar al caserío es necesario tomar un camino empedrado que se ramifica desde la carretera que une a Tlajomulco con Cajititlán, y luego un sendero de terracería cuesta arriba. Una frase de bienvenida recibe a los visitantes en la Colonia Sergio Barrios, fundada hace cuatro años por un puñado de indígenas que buscaban un lugar seguro para vivir.

Cuentan que mediante la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas lograron conseguir dinero para que el gobierno les comprara un terreno. Después de elegir este predio en Cuexcomatitlán y que el gobierno estatal lo adquiriera, les dijeron que no podían entregarlo debido a que no era posible el cambio de uso de suelo.

Molestos con las autoridades, decidieron  tomar el terreno y no moverse hasta que su demanda fuera resuelta. Desde entonces se organizaron para que cada familia tenga un pedazo de tierra donde habitar y poco a poco han levantado con esfuerzo y trabajo sus casas.

“Traen esta lucha desde hace años, ellos tenían la idea de tener una colonia propia y no les daban terreno alrededor de la Zona Metropolitana de Guadalajara (ZMG). Los representantes de las diferentes comunidades se conocían entre ellos y siempre habían estado en contacto, hay comunicación, y a través de eso se unieron”, explica Miguel Gómez, responsable del área de Indígenas migrantes residentes de la Unidad de Apoyo a Comunidades Indígenas (UACI).

En la ZMG hay cerca de 21 mil indígenas que migraron desde sus comunidades.  La UACI trabaja con poblaciones mixtecas, zapotecas, wixárikas, otomíes, mazahuas y triquis. Éstas se distribuyen en colonias como Lomas de la Primavera, Miramar, El Fortín, en Zapopan; Felipe Ángeles, Cerro del Cuatro y Polanco, en Guadalajara; Tateposco, Las Pintitas, El Rosario y Centro de Tonalá; La Duraznera, Francisco I. Madero, Buenos Aires, primera y segunda sección en Tlaquepaque.

Una escuela para la comunidad
En Cuexcomatitlán las calles de tierra y piedra llevan los nombres de las diferentes culturas. A lo largo de ellas, las casas de adobe, lámina, madera y hasta cartón pueblan el paisaje árido.

Los habitantes afirman sentirse contentos y contagiados de la tranquilidad de vivir lejos de la ciudad. Es “como estar en el pueblo” que ellos o sus padres dejaron por migrar en busca de oportunidades, dicen.

Un grupo de hombres de origen nahua, otomí y mixteco pegan ladrillos con los que van construyendo un cuarto, que en pocos meses albergará un aula para que los niños pequeños no caminen los 40 minutos que los dividen de la escuela de preescolar más cercana.

Claudio Ramírez, indígena nahua, dice que tras dos años de haber abandonado la obra porque no lograban juntar para los materiales, hace unos meses la retomaron para que los niños tengan la escuela cerca de donde viven.

“Queremos que se termine. Es muy importante para nosotros, para la comunidad, para los artesanos, porque nos sirve a todos”, dice Ramírez, quien encabeza el grupo de un centenar de hombres que se van turnando el trabajo.

Octavio Severiano, otro de los trabajadores, agrega: “Como no podemos recibir proyectos por parte del gobierno del estado por el cambio de uso de suelo, nos han detenido por ese lado, pero no nos queda de otra que hacerlo donde podamos”.

La construcción será el espacio, además, donde los habitantes tengan sus asambleas y realicen actividades culturales tradicionales protegidos del sol y la lluvia. En espera de inaugurarla, alguien escribió en uno de los muros terminados: “Elegimos la rebeldía, es decir la vida”.

Compartir los saberes
Alberta Nicolás Domínguez, una indígena otomí originaria de Querétaro, se sienta frente a uno de los árboles del centro de la colonia. Con lazos amarrados a la cintura y palos de madera que va metiendo entre hilos de colores forma unos fajos para venderlos. A su lado niñas y mujeres intentan entrelazar las hebras ayudadas por ella.

La mujer aprendió el telar de cintura desde pequeña viendo a su madre trabajar. Ahora es quien enseña a las vecinas de otras etnias en el taller que las reúne cada semana en la explanada principal. Para ella es importante preservar el trabajo que heredó de su familia.

“Es bueno seguir, porque si se va a perder, no va a saber la gente que es la costumbre de nosotros”, dice doña Alberta sin despegar la vista de sus hilos.

Los talleres para preservar la tradición del telar de cintura comenzaron hace unos meses a iniciativa de la comunidad y apoyados por la UACI. Susana Torres aprende el oficio de doña Alberta. Sus hijas y ella se reúnen con las demás mujeres por la tarde, cuando, además de tejer, conversan y aprenden palabras o frases en las lenguas que hablan las demás.

De padres otomíes, Torres nació y creció en Guadalajara sin conocer la tradición del telar. En su opinión, elaborar las artesanías es una forma de recuperar sus raíces y el orgullo por su identidad.

“Es importante porque si alguien me llega a preguntar cuáles son los trabajos que elaboran de tu misma etnia, yo puedo decirles que mi trabajo es éste. Es para rescatar la costumbre y no dejarla, para mí sí es importante que siempre siga adelante y no se pierda”, expresa.

Torres sabe elaborar muebles de madera, palma y bejuco desde que era niña. En la colonia aprendió a compartir sus conocimientos con los compañeros de otras etnias, como una forma para retribuír lo que otras personas le enseñaron a ella.

“Los demás nos demuestran lo que saben hacer, igual que nosotros ahí estamos para enseñarlos. Como a mí me enseñaron yo también estoy dispuesta para enseñar a otras personas y que tengan el gusto de elaborar” las artesanías, apunta.

De acuerdo a representantes de la UACI, la mayoría de los indígenas vive del autoempleo, sobre todo vendiendo lo que producen con sus propias manos: bolsas, ropa, cinturones, productos de madera, servilletas, manteles, sillas y muebles, entre otros.

Doña Alberta cuenta que antes ofrecían su mercancía bajo un puente de la Colonia Cruz del Sur, en Guadalajara. La suerte con la venta terminaba cuando llegaban representantes del ayuntamiento. Con sólo verlos, los indígenas tomaban sus cosas y huían de ellos.

“Me quitaban la mercancía. A la primera me hablaba bien y la segunda, ahora sí ya no. Si tienes permiso te dejan estar ahí, por eso me tuve que quitar”, dice.

El comité de la colonia, formado por los representantes de las nueve etnias, gestionó espacios con el ayuntamiento de Tlajomulco para que los artesanos vendan sus productos. Finalmente lograron lugares en plazas comerciales, en el centro de Cajititlán y de Tlajomulco, que se comparten para que todos puedan exponer lo que hacen.

Para Gómez, quien ha acompañado a la comunidad como representante de la UACI, la colonia ha sido un ejercicio de multiculturalidad por parte de los indígenas.

“Existe una diversidad cultural. También, a la vez, hay como tres o cuatro mestizos que viven ahí, entonces es como una colonia multicultural, es un ejercicio de empoderamiento”, afirma.

Rescatar la lengua
Valente Nazario Lázaro confiesa que no habla el otomí pues llegó muy pequeño al Cerro del Cuatro. Aunque lo escucha y lo entiende, aún le cuesta trabajo comunicarse con los compañeros a los que enseña a tejer sillas.

Su esposa habla la lengua y sus tres hijos comenzaron a hacerlo a raíz de su participación en los talleres que la UACI realizó en la escuela primaria de Cuexcomatitlán.

“Sí, mis hijos están enfocados en que quieren aprender. De hecho a veces que viene a visitarnos mi mamá les habla en otomí para que se enseñen y para que se lo vayan grabando”, dice el joven mientras teje una silla con hilo de palma.

En los talleres impartidos en la escuela, los niños indígenas, la mayoría nacidos lejos de sus comunidades, aprenden a valorar la importancia de su lengua y a practicarla poco a poco. En contraparte, los mestizos conocen la diversidad étnica y cultural qué hay en México y a convivir con ella todos los días.

Los abuelos y los padres son fundamentales en esta labor. Son ellos quienes tienen los saberes y a los que los niños deben acudir para hablar correctamente su lengua.

“Empezamos un proyecto con los niños en Cuexcomatitlán para la revitalización de la lengua, pero también de la cultura. Nos dimos cuenta que a la vez era importante concientizar a la gente, sensibilizarla y darles a entender que también forman parte de una sociedad importante”, afirma Gómez.

Mientras teje a mano los animales y bolsas que vende de pueblo en pueblo, Esteban Cortés, indígena mixteco, es enfático al decir que quieren evitar perder su propio idioma, pues es una forma de “identificarse” como indígenas.

“Vivimos nuestra tradición y no hay que dejarlo. Nuestros hijos no queremos que pierdan eso porque en este tiempo ya hay muchas personas que lo han dejado. Es una lengua original muy especial con la que se nota que somos indígenas cien por ciento”, concluye.

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