Memoria de unos encuentros

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A Guillermo Aguilar, que comparte apellido con ese gran músico, Gerardo, que se nos fue ya va para cinco años

El disco de Mamá-Z regresaba por tercera vez a girar cuando Ricardo Yáñez y yo nos despertamos. Víctor, sentado junto a nuestro improvisado lecho en la sala de su departamento, saboreaba un caldo de pollo con una piernita atravesada en el plato y escuchaba el vinilo. ¿Qué grupo es?, pregunté al escuchar esa maravilla de disco que giraba en un modesto modular estéreo, rodeado por cientos de ellos acomodados como librero por toda la pared. ¿Suena bien, verdad?, dijo, dejándonos admirar la discoteca. Nos compartió su clasificación: de aquí para allá los he oído, y de aquí para acá están pendientes. ¿Gustan?, dijo señalando el plato. Dedujimos que simpáticos no éramos para su mujer a esas alturas de la juerga, así que salimos rumbo al metro Chabacano.

Esa noche, y ahí había conocido a Víctor Roura. Él lo habría de recordar, más de quince años después, en un recuento de nuestra amistad, publicado en dos entregas de su columna en la sección cultural de El Financiero. Sus textos se ilustraban con un dibujo en el que un editor, que me representaba a mí, serruchaba un libro, que era el suyo. El acto era verdadero, yo había enviado a la guillotina el tiraje completo de su libro…, pero no por las razones que Víctor exponía en sus artículos, sino porque la edición había salido defectuosa, lo cual no era grave, pude ver, para él; pero sí para mí. Le dejé creer. Había condenado los libros a la guillotina por el agravio del día anterior: Víctor dispuso de un propio para reclamar sus originales, porque los iba a cambiar a otra casa editorial. Pues sí, sendos berrinches: los dos teníamos nuestras razones, creo. Explico: él, comprensivo con mi labor como editor independiente, me insistía en poner dinero para los gastos de edición, incluso cubrir el tiraje completo; yo le contestaba que me bastaba un poco de paciencia y yo asumía los gastos; él se impacientaba y yo avanzaba poco, conforme me fluían recursos: poco. No le advertí que el libro estaba a punto de salir de la imprenta, para evitar expectativas y también para darle una grata sorpresa. Lo estaba devolviendo al taller cuando llegó su propio. Me irrité, le di los originales junto con una muestra del libro y una sentencia: dile a Roura que se termina el trato, el libro se va a la guillotina. El emisario, manso, cumplió ambas instrucciones.

Nos habíamos encontrado unos meses antes de esto, sería a principios de 2003, por la lorieta Insurgentes. Cada uno había sufrido un accidente automovilístico mortal en esos tiempos. En el mío pereció mi compañera y en el suyo, el taxista que lo transportaba. Nos comprendimos. Había dejado de beber por una complicación derivada de su proverbial afición a los rones celebrada en decenas de sus textos; convenimos bebernos un café o quizás un trago diluido, pronto. Semanas después llegó a mi oficina con el disquete para el libro. Aunque nunca fui parte de su carnavalesco grupo compacto, las casualidades me integraban con frecuencia. Ya en Las horas extras, luego de su salida de La Jornada, ya como colaborador en la sección cultural de El Financiero, donde dirigió el timón exactamente 25 años, o en el Zirahuén, bar sin mayor chiste, en la colonia Roma, justo frente a la Doctores, que ostentó durante muchos tiempos el atractivo de que ahí estaban la mayor parte de las noches de la semana Roura y sus cuates. Si te urgía ver a Víctor para entregarle un texto o hablar de ideas, le caías a este sitio, donde Rosita, afable, maternal, les servía los tragos; Maleno, solícito, para lo que se ofreciera y don Aníbal, el dueño, en la barra, siempre comprensivo con las circunstancias. De cinco noches que asistías te asaltaban en una, pero ahí estábamos. Un par de décadas después nos despertó la noticia de que el maestro Roura dejaba las páginas del diario de la Pensil apenas unos días después de su 25 aniversario como coordinador de la sección cultural. Casi en automático voy a mi disquero de acetatos, abro el de Mamá-Z. Encuentro, adentro, en una hoja, pegado el recorte del texto que Víctor escribió en ese 1986 acerca de ellos. Oh, coincidencias: mi hermana y su esposo eran amigos de Lupita, hermana de los Aguilar, base del grupo, quien cuando me obsequió el disco le puso como plus el pedazo de periódico. Primera de varias que, luego del serrucho sobre su libro, simplemente dejaron de ser.

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