Medrano 67

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Alguna vez tuve luchadores con capa de plástico sobre un pequeño ring de madera, regularmente de venta en los tianguis. Alguna vez quise ser el Huracán Ramírez para defender a mi mamá de aquel perro que nos ladraba en la cuadra después de regreso del mercado. Quise ser Blue Demon, El Santo, Rayo de Jalisco, El Espectro… No recuerdo qué tantos pasaron por mis tardes de juego. Hasta que un día de mi infancia, por allá en los noventa, el número 67 de la calle Medrano, que en algún momento el señor Salvador Lutteroth vio como nido de luchadores, se apoderó de mi emoción. Hoy rememoro aquellos momentos de gloria sobre mi cama (mi ring propio) y los tengo como una grata memoria de lo que es la lucha libre para mí.

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Ahora festejo aquí, con los míos, todo el misterio que ha tenido siempre ese mundo, esa institución que es la lucha libre: un acto sorprendente de mi país; aquí, en la Arena Coliseo de Guadalajara, en el número 67 de la calle Medrano, de donde surgieron grandes leyendas de la mano de Cuauhtémoc «El Diablo» Velasco, y al mismo tiempo la emoción de muchos chamacos como yo al soñar las diversas “llaves”, el vuelo hacia el contrincante, la fuerza de los luchadores, la esencia de los técnicos y la rebeldía de “los rudos, los rudos, los rudos” grito con pasión, y sobrevuelo la festividad de todo lo que ha sido este recinto para quienes se han postrado ante él.

Pensar que aquí nacieron Ángel Blanco, Alfonso Dantés, Pantera Blanca, Pantera Negra, Sergio Borrayo, Américo Rocca, Gran Marcus Jr., Mil Máscaras, El Solitario, Cien Caras, Máscara año 2000, Universo 2000, Perro Aguayo, Ringo, Cachorro Mendoza, Atlantis, Apolo y César Dantés, entre otros tantos, da la certeza de que El Diablo tomó su lugar dentro de esta Arena e hizo de ella una fuente de talentos de la lucha.

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En ocasiones pienso en el silencio de la Arena y me alejo de la realidad, siento el misterio que guarda este sitio histórico, testigo de muchos momentos… Mi mente comienza con el cuestionamiento: cuántas lágrimas habrán caído en su suelo, cuánto dolor oculta esta noche, cuántas personas han asistido hasta hoy, cuántos “intentos de luchadores” (como yo) han deseado subir al ring, cuántas familias han aparecido por aquí, cuántos romances han nacido por el gusto a la lucha libre, cuánto tiempo han entrenado ellos (los luchadores de verdad) para dar gusto a un público diverso, cuántas caídas, cuántos retos, cuántas máscaras rotas, cuántas cabelleras despojadas a sus dueños, cuántos fieles seguidores han perseguido las carreras de esos hombres de doble personalidad, cuántos gritos, cuánta sangre, cuántos han muerto en el ring, cuántos sentimientos, cuánto es cuánto en tantos años… Aún las preguntas siguen.

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La Arena, y toda la historia contenida en sus pasillos: veo pasar al papá con sus hijos, y con él, la esperanza del niño puesta en sus héroes, nuestra imaginación que nos hace desbordar sombríos momentos de angustia y sobresalto. Por allá los novios con el corazón latente, el ring como caja de luz con fuertes movimientos, los gritos de las señoras apasionadas, y entre tanto ajetreo, las cervezas y los duros con salsa aluden al sabor de mi pueblo, mientras uno se quita la máscara para dar bocado y seguir con la gritería: todo un alarde de infinitos sabores para la vista.

Cuando me entrego a la silla, estallan en mí diversas emociones: el giro, el vuelo, la técnica, el reconocimiento, el fervor, el orgullo, mi país, la historia, nuestro gusto por las luchas…, y volteo a mi alrededor… El referí en la cuenta por la tercera caída y observo a una misma comunidad con la sonrisa puesta en el corazón por todo lo que provoca este acontecimiento dentro de nosotros. La euforia nos posee a todos, algunos con máscaras y otros como civiles comunes. Y otra vez el señor de las cervezas por ahí y el de los duros con salsa por allá… “¿Y mi cambio, don?”, mientras en las gradas el “vuelta, vuelta, vuelta” para las chicas sonrojadas. La convivencia familiar y el cuatismo entre toda la palomilla es sinónimo de fraternidad. También observo a unos cuantos que siempre, o casi siempre, están presentes: esos fieles seguidores que vienen desde años atrás y en ellos la pasión perdura. “Se les va el camión” a todos los de arriba, mientras el “te trajo tu mamá” a los de abajo. El divertimento entre compas se muta en una alegría colectiva. Y es que parece un poema surrealista lo que acontece minuto a minuto en este sitio.

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El misticismo de la lucha libre, aquí como en otras arenas del país, es un fervor que se percibe antes de salir del vestidor. Profesionistas, trabajadores, personas del pueblo son las que se convierten en símbolos de nuestra cultura popular. Hoy, después de más de medio siglo de su nacimiento, la Arena Coliseo de Guadalajara es un mar de sentimientos y de estrategias: un ring, cientos de butacas, trabajos de diversas familias y el gusto de miles que se han apropiado de la lucha libre como el punto de encuentro favorito.

Aquí estoy, con los luchadores y su sudor, haciendo mío ese sentimiento que me ha llegado de diversas maneras. Grito con euforia y celebro a aquellos que por su espectacularidad se entregan en las tres cuerdas. Un luchador en mi mano derecha y otro en la izquierda, ahora una suflex y quizás una quebradora figurativa, y seguiré la tarde en juego. Después fingiré que es momento de la lucha estelar. Al fin, que los de plástico son míos.

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