Marina Perezagua

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En Yoro, su primera novela, Marina Perezagua trata un hecho histórico que sucedió muchos años antes de su nacimiento, y a muchos kilómetros de distancia de su país natal. No obstante, el reto de encarnar al otro, de ponerse en su lugar e intentar ser, fueron los cimientos de esta obra publicada por la editorial independiente Los libros del lince, y que fue galardonada con el Premio Sor Juana Inés dela Cruz de la Feria del Libro en Guadalajara.

Yoro, es la historia de una mujer que ha perdido su piel en la explosión de la bomba atómica de Hiroshima, y busca en el dolor y en el amor su identidad. La que le fue arrebatada. H. es un personaje ambiguo con un embarazo largo y una búsqueda de setenta años. El subtítulo de la obra —“Un viaje al corazón de la crueldad y del amor”— es apenas un acercamiento a la complicada historia que se desarrolla en medio de una guerra, que evoluciona a través del lenguaje del horror: “No veo el dolor cuando en un libro de historia leo ese capítulo, y me resulta imposible cómo puede nadie tratar de explicar una guerra sin causar dolor, empatía, en el lector. Lo llaman imparcialidad, pero se puede mostrar dolor también desde la imparcialidad”, se lee una parte de la novela de la autora sevillana, nacida en 1978.

¿Qué es lo que te llevó a hablar de Hiroshima, sobre todos los hechos históricos que pudiste elegir?
Fueron muchas cosas. En primer lugar, estuve viviendo un tiempo en una provincia de Japón, como a una hora de Tokio, y me di cuenta de un fenómeno bastante curioso: en Occidente hablamos mucho de la memoria histórica, de que tenemos suficiente memoria histórica, y en Japón no se puede hablar de Hiroshima, no existe, salvo por las celebraciones conmemorativas que se hacen cada 6 de agosto. El resto del tiempo es un tema tabú, incluso muchos jóvenes de hoy en día ni siquiera saben lo que ocurrió ese año. A mí me llamó la atención tratar ese tema como occidental, no por darle visibilidad, no seré yo quien lo haga, sino porque me resultaba un reto cómo podía yo meterme en la piel de una mujer japonesa siendo occidental y hacerlo verosímil, sin mostrar ningún tipo de aspaviento ni exotización, sino hacer un testimonio en primera persona. Me parecía más interesante que hablar de la Guerra Civil española”.

¿Cómo fue meterte en la piel del otro?

Lo que más miedo me daba era fracasar al personaje, lo que hubiera significado fracasar en todo. Quiero pensar que fue relativamente sencillo porque aunque no viví tanto tiempo en Japón, sí estuve muy metida en su sociedad, cuando estaba allá no tenía contacto con ningún occidental; también soy una lectora muy frecuente de la literatura japonesa desde siempre, desde muy joven y pienso que todo eso me dio mayor facilidad para meterme en un personaje japonés, a lo mejor hubiera sido más complejo meterme en un personaje del Congo, un lugar del que también hablo en la novela, pero del que no tengo tantas referencias.

Sin embargo, el personaje no está bien definido, al menos no con las características con que se definen comúnmente a las personas. Sabemos que es japonesa y que estuvo ahí en la explosión, pero de ahí en más casi no hay huellas de su identidad;  ¿esto es a propósito?
Me gusta jugar más con lo ambiguo. Tendemos a ponerle etiquetas a todo, porque hace las cosas más fácil, y no es una crítica; de verdad tendemos a hacerlo, es muy humano, yo también intento etiquetarme o etiquetar a los otros a veces, para aprenderlo mejor. En la escritura me interesa lo ambiguo porque es un acto de libertad, es algo que se resiste a ser definido, de ahí que ella no tenga una sexualidad, es difícil de identificar. Lo pienso, por ejemplo, en todo lo que tiene que ver con las enfermedades mentales, esta ansiedad que tienen los psiquiatras cada año de sumar nuevas enfermedades para poder recetar nuevos medicamentos a partir de los laboratorios: esa ambigüedad que yo busco es como un afán de resistencia y libertad.

El aparente embarazo del personaje es una parte central del libro, y que termina por ser el último recurso de Yoro por preservar su identidad, ¿por qué elegiste esta característica?
El del embarazo es un tema que elegí, como pude haber elegido otro, como punto de unión de la historia, como un hilo narrativo. Como la historia tiene como eje principal la búsqueda de una niña y esta búsqueda dura tantos años —de 1945 hasta el 201—, yo utilizaba este hilo conductor para que el personaje no desistiera de esta búsqueda, me inventé un embarazo de muchos años, que es alegórico o psicológico, no importa si no existe: la protagonista lo siente y eso es lo que importa. También me interesaba el tema del embarazo en una persona que no puede concebir y que al final concibe, quería explorar de qué manera una persona a la que se le ha negado esta capacidad importante para ella, que es el hecho de ser madre, logra serlo, aunque sea bajo sus propios medios.

¿Qué queda de nosotros cuando hemos borrado las líneas fronterizas de las identidades de género, por ejemplo?
Cuando somos ambiguos, cuando nos apartamos de la identidad que nos define hacia nosotros mismos y hacia al otro, la otra cuestión, lo que queda, es lo sensible, las sensaciones del cuerpo y que ninguna identidad va a ser capaz de explicar. De ahí que yo preste atención a los capítulos en el que el personaje va precisando las etapas de su embarazo y los dolores tras la mutilación de la bomba. Todo lo sensorial, todo el aspecto de los sentidos es como una manera diferente de definirse a sí misma, no a partir de la intelectualidad o de un discurso narrativo o de género, sino de pura sensación.

¿Cómo fue el proceso de construcción de esta historia, que inició con un texto breve para convertirla en una novela?
Me resultó sencillo, creo que justo porque no me impuse nada; muchos autores de cuento de pronto sienten la presión de sus editores o la de los premios en los que quieren participar. Mi caso fue al contrario, yo estaba casi convencida de que me iba a dedicar durante muchos años al cuento, es un género que me gusta mucho, pero de repente, en esta historia, me di cuenta de que había escrito un cuento que en realidad era ya la matriz de una novela y me pedía más extensión: surgió naturalmente, esa era su naturaleza.

Se ha dicho que tu escritura está claramente influenciada por Kafka, ¿cómo fue el contacto con su literatura?
Fue en la infancia. Yo no tuve libros para niños nunca. Y no lo digo como algo bueno, si yo tengo niños un día, un libro de Kafka no será lo primero que les dé. Recuerdo una infancia un poco atormentada por las lecturas, tenía pesadillas; no sólo por Kafka, leí libros y relatos que se consideran para niños pero no lo son del todo, como los cuentos de Andersen, o los Cuentos al amor de la lumbre, que son cuentos populares terroríficos. Eso me afectó muchísimo, uno no puede medirlo, pero me imagino que esa influencia de la que hablan viene de esas lecturas tremendas. Personalmente pienso que Kafka me afectó tanto para bien como para mal, por ejemplo, gracias a él no entiendo el cuento como algo que tenga que ser necesariamente cerrado o redondo, mi visión del cuento es mucho más extensa y sin embargo mis cuentos han sido calificados como redondos, lo que resulta kafkiano, pero que no es mejor ni peor.

Cuando te sientas a escribir ¿decides de inmediato si vas a hacer cuentos o una novela?
No hago nada a propósito [risas]. Justo ahora estaba pensando que realmente tengo un problema con los propósitos. Cuando me siento a escribir lo único en que pienso es en que me la quiero pasar bien, aunque escriba cosas que me pongan a llorar. Me imagino que los propósitos son algo que surge de manera inconsciente, pero nunca me siento y me digo: “Voy a escribir una novela”. Me pongo a escribir y como en Yoro, me voy dejando llevar por la historia. Lo que sí es que me imagino el final de las cosas, y casi siempre desde el principio.

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