Los viajes y el retorno

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Celebro, al fin, la rosa de los vientos
y en la tarde me voy por el camino
que la sombra me viene señalando…
Hugo Gutiérrez Vega

Ahora que la poesía mexicana, la más reciente, la que apenas se asoma en los libros y llega a los oídos se parece a sí misma y se ha contaminado de la mala poesía, es bueno recordar que todo poeta —hablo de los auténticos— es una voz única, distinta a la que le antecede y cada bardo ha buscado —y busca— ser una voz única y natural. Es decir, la labor de un escritor es quizás la suma de un padre, más un autor admirado y nutricio, y una búsqueda constante de su propia voz para lucir y relumbrar como un hilo de sol filtrado entre las copas de los árboles. Esto es: todo poeta es una voz. La buscada y la hallada. El poeta, entonces, va al encuentro de —como han dicho— su aldea de palabras, que no son esas que están en el diccionario, sino aquellas que le significan y en las que se encuentra cada uno.

Ahora que se ha desvalorado tanto la lírica, el canto, ya pocos —muy pocos en realidad— se arriesgan a cantar con su propia voz y su natural lenguaje. Ahora, digo, que ya nadie —o pocos— son solistas surgidos del coro de la tribu, es bueno retornar a las obras donde sí se escucha al que canta. Esto lo digo después de leer Las nuevas peregrinaciones (poesía, 1986-1993) de Hugo Gutiérrez Vega (Guadalajara, 1934).

Clásicamente y de manera clásica, la obra de Gutiérrez Vega es hija de la poesía griega y latina, pero también es heredera de la obra de Alfonso Reyes. Es, además, fortuna de los viajes. Esto es, los versos del poeta son una suerte de la mirada y de la experiencia de ver la mar, luego las islas, después los faros y en seguida las ciudades. Es, entonces, el azar y la certeza de la vista lo que predomina, pero también es la agudeza de todos los sentidos. Como Reyes, Gutiérrez Vega no escribe de manera emocional, sino más bien es emocionante su lenguaje sencillo con el cual cada “cosa” le va exigiendo el uso de las palabras necesarias para darnos a conocer una postal sencilla pero significativa de todos los lugares donde ha estado el poeta y, entonces, junto a él hacemos el viaje, los viajes.

De un lenguaje clásico y directo; de unas palabras no elegidas al azar, sino precisas; de una descripción de un cierto espacio, un lugar, o una geografía; de un motivo mostrado con emoción mesurada y discreta, surge la emoción, lo emocionante, y aquella escritura es parecida al milagro sencillo y se logra apreciar en la voz del poeta la emoción que ha cuidado de no desbordar. Entonces el lector hace suyos los poemas y es él mismo diciendo: “Por las arduas colinas de tu cuerpo/ van mis ojos desnudos contemplando/ los tersos panoramas, precipicios/ y el bosque que mi deseo/ exalta en la constante ceremonia/ de mirarte, llamarte desde el fondo de mi ser…”.

Es allí, en ese instante, donde la poesía de Gutiérrez Vega gana y da sentido al sentimiento. Es decir, pierde compostura sin perderla, pero ya el lector se encuentra embargado de emoción.

Entonces uno se arrepiente de haber valorado que los poemas eran fríos y calculados, formales. Es en ese momento cuando el lector agradece que el viajero, que Hugo Gutiérrez Vega se haya ido y ahora regrese a contarnos su travesía por paisajes no vistos por nosotros, pero mirados gracias a sus palabras. Uno agradece el viaje, los viajes de Gutiérrez Vega, y que vuelva aunque:

Sí, todo está igual,
tenías razón,
este pueblo no cambia.
Aquí está la luna
entre las torres,
la conversación de los grillos
y la tensa guadaña
que año con año
nos quitaba
a las gentes cercanas…

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