Los vecindarios del miedo

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    En las obras más recientes que se circunscriben bajo la sombra (nunca más acertada la frase) de la literatura de terror, se hace evidente lo que siempre estuvo allí: una relación de amor y odio con las convenciones del género; con las figuras, situaciones, elementos y fórmulas que le han acompañado a lo largo de su progresión y evolución. Las viejas historias no nos abandonan, sin embargo, las nuevas son siempre bien acogidas.
    Es fácil malinterpretar el terror por su parafernalia, por su imaginería; pero no hablo de meros prejuicios por parte de quienes confunden el concepto con violencia, sangre y monstruos, sino de creadores, de autores que se aproximan sin un insight real de la naturaleza del terror. Porque el miedo no radica en el cadáver que encontramos al abrir la puerta; ni en el organista Eric a punto de ser desenmascarado; ni en el dueño de esas garras metálicas que rechinan en lo más hondo de una pesadilla; ni en esas ruinas prehumanas sumergidas en el Pacífico; ni en eso que se levanta cuando es enterrado en el viejo cementerio indio. El miedo no radica en ninguna de esas cosas que nos inquietan, perturban y fascinan.

    El miedo está en nosotros
    Es por ello que toda la iconografía típica es, en última instancia, prescindible. El terror no tiene formas prestablecidas, carece de fórmulas prescritas. Posee, a veces, fines; en ocasiones, efectos; y sólo esto lo describe. Una historia aterradora es, por derecho, un ejemplo eficaz, pero no todos los lectores somos sensibles a las mismas cosas. Sin embargo, ¿es más o menos merecedora de la categorización una historia que produce terror en el lector, o una que describe el terror de sus protagonistas? La segunda opción es engañosa: un sinfín de comedias juegan con los recursos del terror sin pretender provocarlo, de manera que el miedo del personaje no es definitorio. Lo que nos lleva de nuevo a la iconografía del miedo. ¿Si éste no es definido por sus elementos emblemáticos, cómo es que los tiene?
    La respuesta está, claro, en nosotros. Somos criaturas simbólicas, habituadas al pensamiento —y a la transmisión subjetiva— abstracto. Por ello el terror ha generado su propio lenguaje, su propia simbología, que puede transmitir —en manos eficaces— la idea del terror, y en manos diestras, la sensación del terror. Para entenderlo, las autopsias de Todorov son tan útiles como un manual forense para conocer los beneficios de un gimnasio. No estamos aquí para disectar los músculos del miedo, sino para conocer su funcionamiento vivo.
    ¿Por qué los estereotipos? Acaso por la misma razón que las leyendas urbanas sobreviven, y se siguen contando. Al narrarse viejas historias, aunque en el fondo reconozcamos los patrones habituales, aunque a estas alturas ya todos sabemos por dónde irán las cosas, se trata de algo que resuena de manera instintiva, emocional, atávica. Del mismo modo que aunque ya sabemos qué sucede con la madre de Norman Bates, o cuál es el misterio de ‘Salem’s Lot, o en qué resultará el experimento blasfemo de Victor Frankenstein, no por ello dejamos de disfrutar recorrer el camino ya hollado. Quizá por ello, a pesar de que William Peter Blatty y Stephen King se encargaron de ordeñar la gota final que tenían que ofrecer hace treinta años, los exorcismos y el vampirismo resurgen ahora de mil maneras, unas deplorables, unas cuantas sorprendentes. Quizá estén creativamente agotados en sus formas originales, pero cuando hemos crecido con ellos, uno les toma cariño, pues les debemos mucho, aunque ya estén viejos y no se acaben de ajustar al mundo moderno; y el estar en compañía de nuestros viejos amigos nos permite recordar, y revivir, viejos estremecimientos.
    Por otra parte, esa persistencia de los formulismos, aunque posea a veces ese sabor a placer culpable entre los asiduos al miedo, es también un fuerte agente disuasorio para los ocasionales y para los neófitos en el género. Porque, a pesar de que los disfrutamos y los paladeamos de manera acaso similar a como un amante del buen cine mexicano puede permitirse el gusto kistch de una saga del Santo o de alguna cinta setentera, esto no obsta para la realidad última de que las fórmulas e iconos, obsoletos o vigentes por igual, son únicamente recursos y en última instancia, prescindibles.
    “Y francamente”, dice Warren Ellis, “el horror rara vez tiene mucho que ver con pilas de cadáveres y tripas volando. Quiero decir, puedo encontrar ese tipo de cosas en casa. Para muchos de mis colegas en el juego de escritura de cómics, acabo de describir el desayuno. El horror consiste, de corazón, en ser perturbado”.
    Ellis merodea los rincones sórdidos de la cultura, allí donde las obras literarias miran pasar al lector incauto como maleantes considerando hundirle o no un verso afilado, y donde la música luce con descaro sus encantos sin refinamientos; allí donde las artes no presumen de bellas y, sin embargo, puede ser que alguna se cruce en tu camino y la persigas sin nunca desear otra cosa. Allí, entre discordianos y alterculturistas, entre experimentos y descubrimientos, el miedo no es sutil. En efecto, perturba, toma al lector, lo sacude y lo deja donde lo encontró, mas quizá no vuelva a ser el mismo.
    Allí, el terror no nos habla de un cadáver en catafalco melancólico, sino de una mesa forense vacía, con las manchas y vestigios de un uso reciente, una sábana maloliente desechada al pie, y huellas viscosas de pies descalzos que se alejan y abandonan la sala. No habla de una torre de piedra donde una figura amortajada gime y el rumor de cadenas hace ecos, sino de un edificio de apartamentos urbano donde se agazapa una joven, abrazándose las rodillas, y ríe; ríe a carcajadas aunque no sabe por qué lo hace, pero no quiere dejar de reír porque entonces podría llegar a escuchar los pasos rastreros de sus vecinos de edificio que al fin suben en su busca. No nos cuenta de hombres que son arrojados al abismo tras la muerte o arrebatados a la gloria, sino de aquel joven que despierta de repente en tinieblas, encerrado en muros estrechos invadidos de olor a tierra húmeda, que comprende que ha sido enterrado vivo; que grita, golpea, araña las tablas hasta que dedos y manos y garganta están desgarrados, y escucha que viene alguien a sacarle; pero excava desde abajo. No cuenta de bestias tentaculadas que brotan de portales dimensionales al conjuro de un libro prohibido, sino de algo que es adimensional, inconcebible, y sin embargo existe, y devora pensamientos y consciencia hasta que nada queda.
    Allí es donde James Havoc desafía convenciones y reifica la crudeza en poesía. Es donde Robert Anton Wilson cuestiona la linealidad de nuestro pensamiento. Robert Aickman nos confronta con la ambigüedad del cosmos. William Burroughs escudriña el cartílago que mantiene unida la estructura ósea de nuestra cultura. Poppy Z. Brite derrama su proza púrpura sobre el incauto. Y con ellos, Warren Ellis nos recuerda que lo horrible y lo bello no son necesariamente dos caras de una misma moneda; pueden, a veces, ser una única cara. Allí, en el espejo.
    Pero acaso estás pensando ¿quiénes son estos autores, dónde se encuentran los lugares que mencionan? Ah, ese tabú que todavía pesa para algunos sobre ciertos autores, sobre cierta literatura. Juan Preciado nunca llegó a la Casa de la Colina, García Márquez nunca nos habló de las calles de Castle Rock, Neruda no cantó las redes que los pescadores echan frente al Arrecife del Diablo, Erica Jong jamás anduvo en compañía de lobos. Ciertamente, Rod Serling no tenía originales de Frida en su Galería nocturna, aunque quizá no habrían desentonado. ¿Por qué enumerar referencias arcanas que sólo unos cuantos comprenderán? Acaso porque unos cuantos de repente son muchos, aunque quien no se cuenta entre ellos no lo imagine; y porque nunca está de más recordar a todo lector que siempre hay más mundos por explorar.
    Pero el núcleo es éste: la esencia, a la naturaleza del miedo, esa que rebasa concreciones literarias y figuras míticas para remover las entrañas de cada lector: todo se reduce a confrontar nuestros miedos, o no hacerlo, así de simple. En alguna ocasión sugirió Poppy Z. Brite que el lector, y el autor, de terror es alguien que ha elegido no temer a la muerte. ¿Qué te perturba? Cada uno elige un globo del color que prefiere; al final, todos flotan.

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