Los rostros de la memoria

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Revueltas, el signo de la pasión

No fue casual, en todo caso, el que José Revueltas hubiera tenido un carácter aguerrido. Integrante de una familia de artistas, el narrador nació cuatro años después de iniciada la primera revolución del siglo veinte, justo en la misma fecha (20 de noviembre y bajo el signo zodiacal de Escorpio) que los libros de historia marcan como el comienzo de una guerra que duró demasiado tiempo y desangró a todo el país. Fue en Santiago Papasquiaro, en el estado de Durango (el mismo territorio donde naciera Doroteo Arango, mejor conocido como Pancho Villa, quien es —como todos sabemos— uno de los personajes fundamentales de la Revolución mexicana), donde vio la primera luz a quien bautizaron como José Maximiliano Revueltas Sánchez.

Quizás la novela más conocida de José Revueltas sea El apando, publicada en 1969. Esta historia real, de la cual Felipe Cazals realizó una película en 1976, surge a partir de su encarcelamiento en el “Palacio Negro” de  Lecumberri, por una acusación del gobierno debido a su participación en el movimiento estudiantil de 1968 y bajo la acusación de ser un instigador ideológico. El apando —dice Felipe Mejía— “muestra una lograda incorporación del lenguaje popular, que no sólo caracteriza a algunos personajes, sino que enriquece la prosa revueltiana al liberarla de los eufemismos sexuales y peyorativos biensonantes que arrastra la producción de sus contemporáneos”, lo que hace que sea una especie de obra aparte en la narrativa de Revueltas y de algún modo la vuelve única en nuestra letras.

La liberadora cólera poética

Casi de manera natural, los lectores han conformado, a lo largo del tiempo, una breve y milagrosa antología de los poemas de Efraín Huerta. Cercano a la poesía de Neruda, al menos en sus primeros libros, poco a poco esa influencia se fue desvaneciendo hasta encontrar una forma propia de nombrar las cosas y declarar, sin menoscabo, lo que le fastidia del mundo. Porque la fuerza de la poesía de Huerta está, nadie lo duda, en su actitud, en su manera muy personal de ir enunciando lo que a su paso mira. Y esa compilación, de algún modo, ha logrado que muchos lectores tengan en la memoria solamente una de las facetas del también periodista (especializado en la reseña cinematográfica), nacido en Silao, Guanajuato, el 18 de junio de 1914, y con frecuencia se olvida que la poesía de Huerta, con distintos matices a los largo de su obra (“…lo social, la palabra pública del poemínimo, el erotismo y el amor” —ha enumerado el ensayista Ricardo Venegas), logra darle salida a la desesperanza al retratar a los personajes —en sitios concretos de la ciudad—, otorgando a su actitud poética un sesgo social, algo que ya muy pocos poetas ofrecen en sus versos, pero que en Huerta es esencial. No obstante haya nacido en un poblado de provincia —o quizás por ello—, desde sus primeros poemas Huerta declaró en su obra lírica su pasión por la Ciudad de México; y los temas y los personajes de sus poemas —que los lectores guardan en su memoria—, en todo caso, están ubicados allí, se encuentran allí y viven y mueren en la ciudad.

Carballo, la vocación crítica

Incluso en la muerte, Emmanuel Carballo estuvo cercano a los grandes de la literatura. Y ese desenlace a la zaga, fue lo que quizá hizo un poco desgraciado su último escenario, cuando los medios dieron cuenta de que en la Ciudad de México velaban “en el total abandono” los restos del letrado jalisciense, que tuvo el bueno o malo destino de morir pocos días después de Gabriel García Márquez y aún en medio de la cauda de homenajes al colombiano. Uno de los tantos comentaristas espontáneos de las redes sociales diría, con cierta ironía pero no sin algo de verdad, que al escritor todo y al crítico nada. Al fin y al cabo el lugar del crítico es estar relegado a la sombra de aquellos que certera o erróneamente cuestiona o impulsa, ya que como dijo Christopher Domínguez Michael en Letras Libres sobre las azarosas especulaciones del oficio de su colega: “Ese es el precio que se paga por ser testigo”. Un testigo que, en el caso de Carballo, no se concebía sin ser parte de la literatura: “Es como pensar que existe el mundo y no existen las mujeres. ¿Para qué carajos estar en el mundo si no te complementas con un ser que es necesario para tu vida y tú necesario para la de ella? Sería verdaderamente triste, oscuro […] Yo sin la literatura me muero, es mi mejor alimento, mi aliciente, la sueño, la como, la bebo, juego con ella, tengo pesadillas, pero siempre está conmigo”. Mi recuerdo en persona de Emmanuel Carballo es de mediados de la década pasada. Carballo daba un seminario sobre literatura mexicana a alumnos de Letras de la UdeG. Ahí conocimos de primera mano el carácter del crítico que igual podía ser afable, pero también duro, y no se andaba con medias tintas para expresar sus opiniones que, aunque ásperas para los sensibles, no dejaban de ser oportunas, ya que como dijo alguna vez, “a los jóvenes hay que inocularlos con literatura, para que si no son escritores por lo menos sean excelentes lectores y que sepan contagiar de literatura a sus alumnos cuando sean maestros. Eso es lo que quiero hacer y a lo que me dedico: fundamentar vocaciones”.

El juego de presente y pasado

Decía Federico Campbell (1941-2014) en el ensayo que da título a su libro Padre y memoria, que “preguntarse cuál es el papel de la memoria en la invención literaria —en el proceso creador de la literatura— supone entender de qué manera en cualquier ser humano —y no sólo en el escritor— el pasado informa al presente no menos que el presente informa al pasado, en el juego de una doble perspectiva”.  Esta obra es esencial para entender el pensamiento del periodista, escritor, editor y ensayista tijuanense, en un libro que aunque fue originalmente publicado en 2009, luego de una revisión y ampliación del autor poco antes de su muerte volvió a los escaparates como un legado postmortem. A través de sus 50 ensayos breves, en ocasiones recurrentes en temas y escritores que dan apoyo a sus argumentos, Campbell nos muestra su gran preocupación que con los años se le hizo una constante presencia: “La memoria es la identidad personal. Somos memoria”. A Campbell se le considera como un intelectual que reflexionó extensamente sobre el poder y sus claroscuros, así como el mejor narrador bajacaliforniano de su generación. El que fuera miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA), fundó en 1977 la editorial La Máquina de Escribir, y fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) en 1990, y de la Fundación Guggenheim, en 1995. A lo largo de su trayectoria fue galardonado en numerosas ocasiones, en las que figuran el Premio Nacional de Narrativa Colima, en el año 2000, por su novela Transpeninsular, y el Premio Nacional de Literatura Letras de Sinaloa, en 2011. En 2009 fue nombrado Creador Emérito de Baja California por el gobierno del estado.

De las manos de Flores

La persona de Ernesto Flores (un nayarita que se volvió jalisciense) fue rica y diversa. Maestro de generaciones en el aula, lo fue también de escritores, a quienes atendía en su casa, donde cada vez que alguien llegaba se abría la charla, y ésta de inmediato se convertía en tertulia literaria. Los asiduos a la casa del también poeta y pianista salían siempre optimistas, dispuestos a enfrentar cada uno —y de otro modo, ya enriquecidos— los retos ante su propia obra literaria… De algún modo Ernesto Flores fue un puente, un enorme puente entre las obras clásicas y las modernas: que traía en charla franca y amena a los oídos de los contertulios. Ese puente, iba y venía de un espacio a otro: de la calle a su casa, de la boca al oído. Experto en la obra de los poetas Alfredo R. Plasencia y Francisco González León, al primero le siguió la pista por al menos treinta años. Ernesto Flores, además de maestro, fue un investigador literario, un gran, un eficaz editor de libros y revistas (Cóatl, Esfera y La muerte); a Elena Garro le editó su primer libro y a Luis Villoro (fallecido un día después que él, el 5 de marzo) un excelente ensayo sobre el silencio. Amigo personal de Juan José Arreola, Rulfo y compañero de generación de Emmanuel Carballo, fue también un poeta que legó obras perdurables.

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