Los libros del dictador

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    El régimen militar de Pinochet en Chile comenzó como muchas otras dictaduras a lo largo del mundo: quemando libros. Por supuesto, después y a la par de un golpe de Estado, de la eliminación de los rivales políticos, de la opresión de las libertades cívicas, de la encarcelación y desaparición de opositores. Pero si estos crímenes en contra de la humanidad, en todos los casos, son los que más se quedan en la memoria histórica, la cancelación del patrimonio cultural y bibliográfico considerado “peligroso” o “subversivo” se relega a un segundo plano. Marginado, pero no menos importante. Sobre todo si se habla del dictador chileno, cuya vida está estrechamente relacionada con los libros.
    No sólo porque sobre él y su régimen se haya escrito una infinidad de páginas. Augusto Pinochet (1915-2006) es también autor de unos manuales sobre geopolítica, y durante su larga vida fue un bibliógrafo obsesivo, coleccionista compulsivo de miles de libros.
    Esta faceta poco conocida de Pinochet salió a la luz en 2006, gracias a una investigación de un equipo de expertos cuyo objetivo era valorar los volúmenes de sus bibliotecas personales. Los hallazgos del estudio se describen en Viaje al fondo de la biblioteca de Pinochet, crónica del periodista Cristóbal Peña, publicada por el Centro de Investigación Periodística de Chile (Ciper).
    Los títulos adquiridos por el general —la mayoría de los cuales, se supone, con fondos públicos— fueron 55 mil, con un valor global de 2 millones 560 mil dólares. Entre éstos se encuentran piezas únicas, antigüedades y primeras ediciones, como una Histórica relación del Reyno de Chile, editada en 1646, cuyo costo se estima en 6 mil dólares y Viaje al Magallanes (cinco mil dólares, edición de 1788). 
    El informe no da cuenta de si Pinochet leía con regularidad sus libros: “Al menos en público”, según Peña, “no se caracterizaba por demostrar una gran cultura. Todo lo contrario. El general proyectaba ser un hombre ramplón, básico, de conceptos elementales”.
    Sin embargo, agrega: “Una cosa es segura. El hombre que llegó a ser dueño de una de las colecciones bibliográfica más valiosa del país, con una inversión total que se calcula en cuatro millones de dólares (…), tenía un aprecio particular por sus libros”.

    Lector “napoleónico”
    El informe permitió establecer algunos rasgos del Pinochet lector. Su biblioteca revela un afán por atesorar y por escenificar el poder. El personaje leído desde su biblioteca —dice a Peña una de las integrantes del equipo— se muestra como un lector que miraba con fascinación, temor y avidez al conocimiento ajeno: “Quien mandó a quemar libros forma la biblioteca más completa del país. Eso es interesante. De alguna forma conoce la dinámica y el poder de los libros”.
    A raíz del estudio, y con entrevistas a libreros que frecuentaba Pinochet, Peña logró delinear también los gustos del general. Enemigo de la ficción y la poesía, le interesaban en particular libros de geografía, historia y guerras, temáticas que aborda él mismo en los tres libros que escribió. Pero su verdadera pasión u obsesión, era Napoleón Bonaparte. Cuando llegaba a una librería, pedía todo lo que existiera sobre él.
    Jon Lee Anderson, en su Perfil: el dictador, escribe que la fascinación por la historia y la admiración por el general corso (pero también por los emperadores romanos y Mao, Pinochet tenía varios libros sobre marxismo y no desdeñaba el carácter nacionalista del comunismo chino) tuvieron un gran protagonismo en las conversaciones que sostuvo con Pinochet. Escribe que la vez que lo encontró en Londres, estaba muy enfermo, y había cancelado varios compromisos en la ciudad, como el tradicional té con Margaret Thatcher. No renunció en cambio a recorrer bibliotecas para comprar varios libros sobre Napoleón, y esperaba tener fuerzas para acompañar a su hija Lucía a visitar su tumba en París.
    Otras anécdotas ligan la vida del dictador a los libros. El poeta chileno Pablo Neruda murió de cáncer pocos días después del golpe de Pinochet, mientras estaba alistando su fuga del país. “Al margen de si la tristeza aceleró su muerte o no, su desaparición se convirtió en símbolo del fin de la libertad intelectual y política en Chile”, escribe Anderson. Pinochet llegó incluso a prohibir la lectura de El Quijote.
    Su relación de amor y odio con los libros parece continuar también después de muerto. En el pasado mayo se suscitó una polémica entre funcionarios de Godoy Cruz, porque entre la donación de 60 libros para la biblioteca municipal, había un volumen escrito por Pinochet. A principios del año la controversia había sido aún más generalizada, cuando el Consejo Nacional de Educación decidió sustituir en los libros de texto de primaria el término “dictadura” con el de “régimen”, donde se hablaba del mandato pinochetista. Después de algunos días de protestas, el consejo volvió a introducir el término “dictadura”.
    Una dictadura que abarcó 16 años, durante los cuales se estima que desaparecieron tres mil personas (libros, no se sabe cuántos), y que, según Jon Lee Anderson, dejó una contribución —quizá la única que, tristemente, queda en la memoria de todos— al mundo de las letras: “Si puede atribuirse a Radovan Karadzic la invención de la ‘limpieza étnica’, entonces habría que conceder a Augusto Pinochet el mérito de haber añadido el concepto de ‘desaparecido’ a los diccionarios modernos”.

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