Los fracasos del Tigre

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“Y sin embargo, ¡sería tan bello crear una sola cosa bella y extasiarse para siempre en su contemplación! Seríamos así los autores de un único poema, que para nosotros tendría un valor incomparable. Lo habríamos pulido y retocado: y hecho de él una capilla de todas nuestras emociones; una obra maestra para nuestra vida que es una obra maestra…”, escribió el español Rafael Cansinos Assens hace un siglo en “El divino fracaso”. Hoy, el poeta mexicano Eduardo Lizalde, a punto de cumplir ochenta y ocho años, insiste en que es en el fracaso en donde descansa la posibilidad de crear algo verdaderamente importante. El martes pasado Lizalde recibió el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en español, convocado por la Secretaría de Cultura y la Universidad Nacional Autónoma de México. De acuerdo con el jurado, formado por el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, el poeta Jaime Labastida (director de la Academia Mexicana de la Lengua) y Juan Luis Cebrián, (miembro de la Real Academia Española), Lizalde es “el poeta vivo más importante de México y uno de los más notables de la lengua española”.

En sus más conocidos poemarios: El tigre en casa (1970), La zorra enferma (1974) y Caza mayor (1979), Lizalde revela mucho de su poética, así como del sentido vital de su lírica a través de su Autobiografía de un fracaso. El Poeticismo (1981). “Moriremos inéditos” sentencia Lizalde en esa publicación. Hace varias décadas Lizalde declaró que los logros literarios no son los de la primera edad. La inextinguible envidia que produce el entusiasmo juvenil de quien tempranamente escribe no supone valor alguno a su obra, salvo muy honrosas excepciones. Lizalde, quien pasara su infancia y juventud debatiéndose entre la vocación musical y la literaria, se concentró seriamente en la tarea de crear una forma lírica que fuera poderosa. A los dieciocho años Lizalde se ocupaba en el Poeticismo, una propuesta que —en ese momento— él creía renovadora y que abiertamente pretendía trascender al surrealismo que estaba en boga en aquellos años. La colección de poemas escritos entonces y que durante tanto tiempo ocultó con cierto pudor, le permitieron mucho después utilizarlos como un material cuya crítica le haría reconstruir el sentido de su propia poesía. Lejos del juvenil poeticismo, la obra de Lizalde se convirtió en esa fiera de belfos encendidos que no para de hundir garras y colmillos en lo que queda de nosotros.  El Tigre pudo caminar sobre su propio fracaso, evidenciarlo hasta la disección para luego saltar con la incomprensible ligereza que poseen algunas bestias.

Con los poetas españoles de la Generación del 98, con Fernando Pessoa, Antonio Machado, Ramón López Velarde y Juan Ramón Jiménez, con Saint-John Perse y Paul Válery como importantes referentes literarios y teniendo como amigos y compañeros de diversos proyectos editoriales a Octavio Paz, Juan José Arreola, Mario Vargas Llosa, José de la Colina y Juan Goytisolo, entre otros, Eduardo Lizalde reconoce haberse alimentado de la tradición para buscar un camino no recorrido antes por autor alguno. Ese sendero Lizalde lo habría de recorrer finalmente sobre las patas del tigre que deambula en la oscuridad que lo abarca todo, avanzando sigiloso a la caza de la poesía que da cuenta de él y de nosotros, del fracaso que somos. La poesía de Lizalde engaña. Sus versos, convertidos en presa, guardan un reposo de respirar pausado que sorpresivamente nos atrapa de un zarpazo para no soltarnos, para quedarse asidos a la memoria emponzoñada de quienes ingenuamente nos acercamos a leer el único y extenso poema del Tigre.

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