Los destellos de Joyce

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    Al comienzo de los años ochenta del siglo pasado, Lilia Barbachano trajo, al castellano de México, la Poesía completa de James Joyce. La bondad de la traducción es reveladora: una voz femenina se transformó para volverse idéntica a la de James y enriquecerla.
    Breve, guarda en su primer libro (Música de cámara), un equilibro estético y formal; luego desbordado y experimental (Manzanas a un penique), hasta llegar al punto exacto de su último apartado (Giacomo Joyce) que, a decir de la Barbachano, es la semilla del Ulises.
    Paulatinamente los poemarios de Joyce fueron apareciendo sin prisas: 1907/1914/1927, y dieron forma a una voz singular: influida, sobre todo, por los simbolistas y (entre otras posturas literarias) por la corriente de los imaginistas. Pound siempre lo tuvo en un buen concepto, al grado de agruparlo entre las voces de su movimiento. Lilia Barbachano lo encuentra escatológico y advierte que en algunos momentos puede parecer “libidinoso y perverso”; luego explica: “la causa surge de la incompatibilidad de la forma y sentido”, y elogia la fuerza y perfección de sus poemas.
    Podríamos decir, en abono a lo dicho por la traductora, que el ejercicio poético en Joyce es un camino, un sendero que lo condujo a otros registros de su escritura. En lo personal me interesa su primer libro, sin embargo, es imposible dejar de mirar el resto de su poesía, como antecedente de sus obras narrativas, desde hace mucho imprescindibles y caras a la cultura de occidente y a la literatura universal.
    Música de cámara me atrae definitivamente. Formado por una serie de breves poemas titulados con números romanos —ya desaparecida la editorial Premiá, la obra se encuentra en la web: http://www.poeticas.com.ar/Biblioteca/Poesia_completa_Joyce/frame.html—, se deslizan influidos por la obra de los poetas simbolistas, Verlaine, Downes, D’Anunnzio, y Walter Pater… este último fue un esteta inglés, quien —certifica Barbachano— le “inculca la idea del arte como sustituto de la vida, del absoluto del instante fugaz y exquisito…”
    Hay variados encantos en los poemas reunidos en Música de cámara. El primero —y más visible— es el tema del amor. Le sigue la disposición del lenguaje para volverse música: se abre y se extiende en los oídos y obliga a los labios a disfrutarla. Son bellas y breves piezas, como si se trataran de fugas, de variaciones, de sonatas, de divertimentos. No obstante, lo más rico de los textos es su estructura: cada uno es una historia que abre y mantiene un desarrollo y un final siempre sorprendente. Es decir, recuerdan a la estructura de los cuentos clásicos, en que la entrada, ambiente, desarrollo y clímax son rotos siempre con ese desenlace como una luz transportadora a otras dimensiones. Empero. Los poemas de Joyce logran un final rico y sostenido: nos detiene largos instantes, como el estremecimiento después del punch de un experto pugilista. Después uno cae en cámara lenta hasta llegar al siguiente poema, para levantarse en seguida y continuar como si se tratara de continuados sueños auditivos, visuales, sensitivos.
    El logro de estos poemas es —a mi modo de ver—, que cada uno posee una historia completa: se abre, continúa y cierra. Son sabiamente dispuestas obras musicales, luego poéticas y, finalmente, narraciones impecables. Un argumento se puede extraer perfectamente de cada uno y, hacer en prosa, un relato de amor: detallado en sentimientos exquisitos.
    El discurso clásico se halla preciso y abundante en un ahorro increíble de lenguaje. Se lee en cada poema-historia más de lo que se dice y describe. Sostenidos siempre por una voluntad sonora, resultan finas melodías donde se fabula siempre es algo distinto y, a la vez, son variaciones de un mismo tema: el amor.
    Son —diría finalmente— los afables dramas de Joyce.

    Cuando la tímida estrella avanza en el cielo
    toda virginal, desconsolada,
    escucha en medio del soñoliento ocaso
    a quien junto a tu cancela canta.
    Su canción es más delicada que el rocío
    y ha venido a visitarte.

    Oh, no te inclines en el ensueño
    cuando él te llame a la caída de la tarde
    ni medites: ¿quién puede ser el cantor
    cuya canción cerca mi corazón?
    Por el canto del amante reconoce
    que soy yo tu visitante.

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