Los contenidos en Prosodia

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Por principio de cuentas, y como una declaración no pedida de principios, he de decir que a Juan José Arreola lo vine a descubrir en Zapotlán el Grande y, luego, en Prosodia. Para cuando fui a Zapotlán ya lo había leído, es cierto, y había escuchado de sus andanzas por las calles (Arreola fue un personaje mismo de un libro que no pudo escribir) y de la panadería de las Arreola (que imaginaba como un baluarte en la plaza del pueblo). Faltaba ir a ver. Y leí, antes de todo esto, en mis años de universidad, la novela La feria, por encargo de un profesor que me enseñó, entre otras cosas, a apreciar la literatura mexicana y, por derivación, la latinoamericana. Más tarde, empujado por esta lectura, con un librero que aplicaba hasta un ochenta por ciento de descuento en lo que vendía, adquirí Confabulario, en cuya contraportada se leía “Dos puntos que se atraen, no tienen por qué elegir forzosamente la recta”. Al fin, le hinqué el diente al Bestiario, que acabó por atenazarme al escritor, por correr el velo de sus juegos mentales y de escritura.

Pero en los textos contenidos en Prosodia apenas pude atisbar el largo y retorcido colmillo de su prosa. A menudo sucede que en una primera intención nos bebemos con fruición aquello que nos ofrecen, sin detener el líquido en la boca y después, apurarlo, llevarlo adentro. Eso mismo me pasó, si se vale el símil, con la obra de Arreola. Prosodia fue el cuarto libro que leí del nacido en Zapotlán el Grande, “que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán” y apenas en él lo descubrí con todas sus posibilidades y virtudes, podría aventurar que con toda su hondura.

Marguerite Yourcenar, al ensayar sobre la obra de Borges, hizo la pertinente distinción entre el vidente y el visionario. Aunque ciego —Borges lo ejemplifica—, el vidente puede ver con lo que lleva en el interior, incluso con aquello que otros hombres vieron antes que él. Juan José Arreola no perdió la visión como le pasó al autor argentino, no quedó ciego, pero fue un vidente, eso queda de manifiesto al leer su obra. Los renglones no son más que el pretexto para ahondar en una visión que no se detuvo ante los límites que imponía su circunstancia misma, o las circunstancias propias de una escritura que no se contentó con quedarse en un punto, sino que su sello característico y tal vez primero es la mezcla de géneros, un híbrido que no encontró espejo; eso, quizás sea a lo que se refieren cuando nombran “lo arreolino”.

Queda claro que Arreola fue un buen lector. En él se cumple ese viejo adagio de que para escribir —antes— hay que leer, y leer hasta el agotamiento, hasta la extenuación. Las referencias literarias, los epígrafes —meras señales de que se ha leído con atención y placer a determinado autor u obra—, las citas entre las citas —el disfrute sin igual de acercarse al autor que se sigue—, los resúmenes de libros, las alusiones al carácter de cierto personaje o a los devaneos y tristes historias de autores ya muertos o consagrados, son pasto abundante en la obra de Arreola. La literatura nace de la literatura, nos decía continuamente el maestro José Gurrola en la universidad en alusión a Northrop Frye. No descreo de que Julio Torri, en De fusilamientos, sea tal vez uno de los antecedentes de Arreola, autor de Estas páginas mías.

Cuando Hugo Hiriart escribe que más que talento Arreola tenía genio, imagino que lo hace movido porque en esa recta entre dos puntos no puede haber requiebros, ni siquiera un minúsculo rodeo que por descuido ensalce la metáfora y arrincone a muerte la metonimia. Esa “libertad de una ilimitada imaginación” que acusaba Arreola, a decir de Borges, ya se encuentra en los sedimentos de Prosodia, quizá el menos atendido, por lectores y crítica, de sus libros.

Será porque meramente nunca apareció como libro, sino camuflado en el Confabulario total que publicara el Fondo de Cultura Económica en 1952 (abre este volumen) y como parte del corpus de su Narrativa completa, que daría a conocer Alfaguara hace pocos años.

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