Los abajos fondos de Herzog

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    Werner Herzog tiene ese autocontrol que distingue a sus compatriotas alemanes. Con una parsimonia insólita, “habla y se le oye como una voz en off”, escribiría Julio Villanueva Chang en una breve entrevista que le hizo al mítico director. Es extraño el tono de voz de un hombre que ha filmado varias de las escenas más arriesgadas de la historia del cine, y que llevó su relación con su autor fetiche, Klaus Kinski, al límite del asesinato.
    Herzog estrenó hace poco su última película, que llega a Guadalajara en los próximos días, y que ha sido calificada erróneamente como un remake de Bad Lieutenant (1992), película del neoyorquino Abel Ferrara. El director alemán la defendió en la presentación de su cinta en la mostra de Venecia: “No dije nada para ofender a Ferrara. Cuando dije que no había visto su película, estaba diciendo la verdad. Espero conocerle y que nos tomemos un whisky juntos para aclarar este malentendido. Yo he querido hacer una película ciento por ciento personal (…) Por eso añadimos Port of call New Orleans al final, para demostrar que no estábamos reinterpretando la obra de nadie, sino haciendo algo nuevo” (El País, 2/01/2010).
    Esta será una buena oportunidad para ver un trabajo de Herzog bajo un paisaje urbano (aunque se grabaron escenas desquiciadas, como un intenso duelo interpretativo entre Nicolas Cage y una iguana), ya que el cineasta alemán es fanático de filmar en la naturaleza. Su fijación por la vida salvaje no se limita a sus ficciones. Dos de sus documentales más famosos, Grizzly Man (2005) y Encuentros en el fin del mundo (2008), tienen a la vida natural como un escenario opresivo y al mismo tiempo místico. En el primero escudriña la historia del famoso protector de osos, Timothy Treadwell, quien pasaba los veranos con estos animales en un paraje perdido de Alaska. El trabajo de Herzog trata de recrear los últimos días de su vida antes de que fuera devorado, junto con su novia, por uno de estos enormes mamíferos.
    En Encuentros en el fin del mundo, el cineasta viaja a la Antártida para entrevistar a los habitantes de la estación McMurdo. En sus entrevistas abundan las opiniones de prestigiosos científicos, quienes no dudan en afirmar que el fin del mundo –provocado por el calentamiento global– es una certeza irrefutable. La cinta, sin embargo, se aleja del tono catastrofista. En una secuencia se ve a un buzo que toca con su guitarra una canción de Pink Floyd como celebración por haber descubierto ese día una especie unicelular bajo la plataforma congelada.
    La ira de Dios
    Las hazañas físicas de Werner Herzog son legendarias. Alguna vez marchó de Albania hasta París, y amenaza con fundar una escuela de cine sólo para directores que hayan caminado mil kilómetros. En sus películas, esta búsqueda de la épica acompaña sobre todo sus trabajos junto a Klaus Kinski. En Aguirre o la ira de Dios (1973), Herzog convenció a una tribu de indios machiguengas para que transportaran un barco de vapor a través de una montaña. Esos mismos indios amazónicos le ofrecieron matar a Klaus Kinski, porque les había parecido un tipo violento e irritante, “y hablaban en serio”, relata en su documental Enemigos íntimos, que reconstruye su relación de amor-odio con el también protagonista de Nosferatu (1979).
    Otra película que filmó en la amazonia peruana fue Fitzcarraldo (1982). La selva representaba para Herzog un epítome de la violencia de la naturaleza, que puede infectar el espíritu de los hombres hasta la locura. La historia trata de un hombre que sueña con llevar una ópera a Iquitos, un pueblo perdido entre ríos. Herzog cuenta en su diario de la filmación cómo un indígena fue mordido en el pie por una serpiente chechupa, una especie cuyo veneno es mortal: “El hombre estaba cortando árboles con una sierra eléctrica. Al verse sorprendido por la víbora, se quedó inmóvil durante cinco segundos, acto seguido tomó la sierra y se cortó la pierna. Con este acto salvó su vida”.
    Werner Herzog “es un cazador de energía criminal”, escribió el cronista Julio Villanueva Chang, cuando lo entrevistó en la redacción del diario peruano El Comercio. Esa extraña fijación por los abismos ha llevado al cineasta a arriesgar la vida montado en un barco a través de los rápidos del río Urubamba. Incluso ha llegado a comerse (literalmente) sus zapatos para la cinta Werner Herzog eats his shoe (1980), del director estadounidense Les Blank. En realidad se trataba de un performance para alentar a jóvenes cineastas para que se arriesgaran a grabar lo que quisieran.
    Esa búsqueda permanente por filmar los gestos ocultos, que para la mayoría de los mortales serían imperceptibles, le permitió ver en Klaus Kinski una volatilidad suicida. Cuenta cómo en una discusión en medio de la selva, dijo al actor que le volaría la cabeza con un rifle si abandonaba la filmación, como había amenazado. “Herzog es un individuo miserable, rencoroso, envidioso, apesta a codicia y ambición, maligno, sádico, traidor, chantajista, cobarde y un farsante de la cabeza a los pies”, se refería en estos términos el propio Kinski cada vez que tenía oportunidad.
    “Las raíces de la vida están perdidas en las tinieblas”, escribió el pensador alemán August Schlegel. No importa si es en la amazonia o en los bajos fondos de Nueva Orleáns, ver una película de Werner Herzog es una ocasión para disfrutar de la vida, aunque siempre con un amargo sabor a muerte.

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