Leyva es una constelación

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Mario Alberto Nájera, quien pertenece a la División de Estudios de Estado y Sociedad del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades (CUCSH), desde hace varios años ha publicado obras de poetas cubanos, entre los más recientes está El espacio que habito de Waldo Leyva, que fue presentado en los días recientes en La Habana.

En la tradición del poema en prosa, que inaugurara Charles Baudelaire, se halla El espacio que habito del poeta nacido en Villa Clara, Cuba, 1943, que se abre en una especie de biombo estelar para permitirnos ver, y hacer sentir, un tiempo siempre presente, fijado en la infancia. Es, entonces, memoria lo mostrado. Es una herida de cuya carne brota la sangre familiar y la vida. Es un espacio que, lo permite observar Leyva, aún está vivo y, por eso, habitable aunque doloroso. Es, en todo caso, un jardín a donde se dirige “La caída de una estrella”; vemos pues, con toda claridad, la luminosidad de “esa estrella bajando el cielo”, como lo dice el poeta; y es “ese simple parpadeo nocturno” —tan fugaz que al instante uno se pregunta si realmente pasó— el que se clava para despertar a Leyva en otra realidad, en otro tiempo…

Esa luz es una provocación y a la vez es una duda. Pero también es el empuje que lleva a Waldo hacia la infancia. Desde ese paraíso es desde donde habla y nos invita a hacer una exploración a un mundo, su universo. ¿Es la soledad su mundo? ¿Es el llanto la luz de esa estrella? De ahí, por cierto, viene una confesión: “Yo nunca fui feliz”. ¿Pero es acaso que toda forma de alegría proviene de la tristeza, de la infelicidad? Porque los poemas del poeta son de un exquisito cristal, de donde surge una tenue música surgida de una flauta. Quizás por eso se escucha lejana. Tal vez por esa razón Leyva asciende desde los cielos al jardín como una inversa forma de mundo donde en lo alto están las más sencillas formas del lenguaje como plantas y logran un nocturno jardín donde las constelaciones se forman de palabras.

El espacio que habito es una especie de noche. Una semipenumbra que luego es iluminada por el brillo de estrellas, pero oscurecido por la tristeza. Hay en cada línea ese rumor de notas musicales por las que —es una sensación sentida al leer— uno puede caminar por ellas y subir o bajar. Y quien lee de pronto se encuentra con el padre de Waldo. Mira al niño que fue el poeta. Lo ve uno de doce años en un día que se acaba y al que fueron de pesca. En cierto momento hay una línea que nos asombra, aquella donde se afirma: “Aún no he visto el mar y me asusta la noche que se acerca”, porque ya no es Waldo quien habla: somos nosotros, cada uno y todos. Es allí donde se pierde el borde, porque nos desbordamos y somos no nosotros, sino que somos Waldo. Y su padre es nuestro padre y su noche no es ya suya.

Descubrimos. Nos descubrimos. Ya sabemos leer a Vallejo, a Rimbaud porque “Alguien ha nombrado las cosas” por nosotros. Sin embargo, somos quien dice “No tengo buena voz y el aire parece insuficiente”. Tal vez porque “Todos nacemos destinados a la travesía…”

La poesía de Waldo Leyva es una de las mejores. Es —no cabe la menor duda— una lección de sencillez. Nos dice sin decirnos: todo es poesía si se escribe desde lo más profundo y no por ello tiene que ser complicada.

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