Las fugas de Cyril Connolly

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Todo hombre guarda profundo amor
por la vida, pero el hombre apreciado
ama su honor tanto más que su vida.
Shakespeare

En el libro V de la Eneida, Virgilio narra que Neptuno accede a las súplicas de Venus, pero le advierte lo siguiente: “Llegará seguro, como deseas, al puerto del Averno; sólo llorará a uno de los suyos, perdido en los abismos del mar; una sola vida se sacrificará por el bien de muchos”. Neptuno cumplió su promesa. Eneas pudo continuar su viaje, y sus descendientes fundarían Roma; pero para ello Palinuro, su hábil piloto, debió ser sacrificado.

En las altas horas de la noche, Somnus, o para nosotros el sueño, intentó seducir a Palinuro; sin embargo, éste se aferró al timón y Somnus entonces tuvo que dormirlo y arrojarlo al mar. Palinuro vagó tres noches antes de llegar a Velia, en Lucania, donde finalmente moriría: gente cruel lo tomó por una presa de valor, le quitó su ropa y lo atravesó con hierro. El cadáver de Palinuro yace en la playa, y entre los lucanianos se propaga una epidemia.

El crítico inglés Cyril Connolly sentía fascinación por este mito. Bajo el seudónimo de Palinuro, publicó en 1944 La tumba sin sosiego, un libro difícil de resumir. Ensayo de política y de religión, colección de aforismos marcada por los moralistas franceses, crítica literaria, diario personal con observaciones acerca de la mujer, la pereza, la amistad, las drogas, Freud, Jung: La tumba sin sosiego es un mosaico que admite todo, incluso fragmentos de otros autores.

Connolly omite la paráfrasis; opta por la acumulación de citas de Eliot, Horacio o Flaubert, entre otros, pues pensaba que resulta vano competir con autores que expresan la misma idea de manera más lograda. Su interés por la originalidad era nulo.

En el libro VI, Eneas se encontró en el infierno con el fantasma de Palinuro, quien le pidió buscar su cadáver y darle sepultura. Este favor, sin embargo, nunca se hizo, porque atentaba contra el destino; pero tan sólo el hecho de poder dilucidar su muerte tranquilizó a Palinuro. A Connolly le sucedió algo similar: un divorcio y el clima de aislamiento que envolvía a Londres durante la guerra lo llevaron a refugiarse en la palabra.

Además de alivio personal (sufría un trastorno psíquico: lejos de asumirse como un gran escritor, se creía un hombre gordo, tonto, abúlico, egoísta), escribir le sirvió a Connolly como fuga de una Europa decadente, cuya memoria se había vuelto frágil: los mitos de antes, como el cristianismo, eran insuficientes para sostener al hombre moderno, plagado por el escepticismo, la incertidumbre y el culto al progreso.

Pareciera que este ambiente de destrucción obligara a Connolly a frecuentar a los clásicos y a restaurar los lazos con una civilización moribunda, quizá movido también por la creencia de hallarse al final de la historia y que un balance era lo único que quedaba por hacer para salir adelante.

Desde esta perspectiva, todo está en un mismo nivel: lo antiguo y lo moderno, Oriente y Occidente. Así, Lao-Tsé y Epicuro predican la misma doctrina y los Pensamientos de Pascal, un escritor francés del siglo XVII, describen la pesadumbre del siglo XX.

La intención de La tumba sin sosiego no es contagiar al lector de melancolía: sus últimas páginas contienen una brillante defensa del humanismo y afirman que es una cobardía ignorar la época en que se vive.

No sé si Connolly se curó por completo, pero creo que llegó a aceptar la vida y sus contradicciones. Contaminado de filosofía oriental, dudó de la solidez del ego y juzgó que el dolor es un elemento que da un sentido profundo a la existencia.

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