Las confesiones de un psiconauta

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    La experiencia artística, la mística religiosa y la percepción sublimada por las drogas parecen tener en común el sacar al hombre de su cárcel corporal y expandir su espíritu. Octavio Paz escribió que “La función del arte es abrirnos las puertas que dan al otro lado de la realidad”, en este mismo tono, el poeta y ensayista mexicano, se aproxima a una definición similar, sólo que en esta ocasión describe el uso de alucinógenos: “El yo desaparece pero en el hueco que ha dejado no se instala otro Yo. Ningún Dios, sino lo divino. Ninguna fe sino el sentimiento anterior que sustenta a toda fe, a toda esperanza. Ningún rostro sino el ser sin rostro, el ser que es todos los rostros. Paz en el cráter, reconciliación del hombre —lo que queda del hombre— con la presencia total”.
    El arte y las drogas parecen tener en común ese desdoblamiento, ese “desarreglo de los sentidos” que pregonaba Rimbaud en sus Iluminaciones. Henry Miller llegó a escribir una definición de lectura que se asemeja más a las instrucciones para consumir una sustancia embriagante: “Nunca leo para pasar el tiempo ni para instruirme; leo para que me saquen de mí mismo, para que me pongan en éxtasis”. El propio autor de Trópico de cáncer consideraba al artista “como un médium que, cuando sale de su trance, se asombra de lo que ha dicho y hecho”.
    En la antigí¼edad los hierofantes eran al mismo tiempo “maestros de nociones recónditas” (RAE) que utilizaban somas curativos al tiempo que conjuraban la visión de la tribu a través de la palabra. En los últimos dos siglos no pocos fueron los escritores y pintores que intentaron ir “más allá de la visión” como lo describiera Aldous Huxley. De Salvador Dalí hasta Jean-Michel Basquiat y de Baudelaire a Burroughs, los artistas modernos buscaron los elíxires prohibidos para narrar mejor la fragmentada realidad.

    Los maestros
    Como lo señala el sociólogo y filósofo español Antonio Escohotado en su monumental Historia general de las drogas, para todos los escritores y artistas que han utilizado las sustancias: “la mejor descripción procede de Baudelaire”. El vate francés fue el primero en ver a las drogas (en especial al hachís y al opio) como pócimas necesaria para expandir las sensaciones. Los beatniks consideraron al autor de Las flores del mal, el “primer vidente”, que recorrió el infierno en busca de las herramientas para construir un arte nuevo. El escritor y crítico literario Harold Bloom señala que “la fortaleza primordial de Baudelaire no radica en su espiritualidad. Es el poseedor de un ingenio catastrófico, es el genio de la visión alucinada”. Octavio Paz nombra al poeta maldito como el responsable de “introducir las nociones de modernidad y salvajismo en el arte”.
    El más cercano —y tal vez el único— predecesor de Baudelaire es Thomas de Quincey. El escritor británico sentó las bases para experimentar con las drogas desde una perspectiva documental, pero sin negar los extraordinarios atributos sensoriales. En Confesiones de un inglés comedor de opio (1821), escribe los motivos de salud (“insoportables dolores de cabeza”) que lo llevaron en un principio a consumir la delicada flor de la amapola. Pero poco tiempo después señala con asombro los deliciosos efectos: “¡Qué resurrección desde las más bajas profundidades del espíritu interior!, ¡qué Apocalipsis!”. Sin abandonar su descripción detallada y objetiva, De Quincey relata que los pequeños inconvenientes físicos se evaporan rápidamente ante “la inmensidad de esos efectos positivos que se abrieron ante mí, en el abismo del deleite divino que se me reveló de este modo… Aquí residía el secreto de la felicidad, sobre la que los filósofos discutieron durante tantas eras, descubierto de un golpe”.
    No sería hasta el siglo XX que las drogas aumentarían su variedad, al tiempo que una generación de artistas recuperaría las drogas de pueblos primitivos y harían de su uso el tema para extensos ensayos y novelas reveladoras.

    Los alegres bromistas
    El poeta belga Henry Michaux nombró a los fármacos visionarios “mecanismos de infinito”. No fueron pocos los escritores que inventaron este tipo de apelativos. Por ejemplo, Ken Kasey bautizó al LSD como “caramelos mentales”. El autor de Alguien voló sobre el nido del cuco dejó una promisoria carrera como escritor y lideró uno de los movimientos más radicales de la psicodelia. Al mando del épico autobús Further viajó por Estados Unidos promocionando la “prueba del ácido” a todo aquel que se lo topara. La crónica de esas desquiciadas experiencias quedó inmortalizada por el periodista estadounidense Tom Wolfe en su libro-reportaje Ponche de ácido lisérgico (1969).
    Otros experimentos literarios narraron de manera más fría y aterradora al mundo del consumo y la adicción. El mejor ejemplo es Yonqui (1953), de William S. Burroughs, una detallada exposición del proceso de enganche a la heroína: “He experimentado la angustiosa privación que provoca el síndrome de abstinencia, y el placer del alivio cuando las células sedientas de droga beben de la aguja. Quizá todo placer sea alivio. He aprendido del estoicismo celular que la droga enseña al que la usa”. Lejos de buscar un discurso moralizante, Burroughs sería el primero en dilucidar al drogadicto como el despojo de una civilización consumista y frívola: “La droga no proporciona alegría ni bienestar. Es una manera de vivir”. Este mismo argumento sería retomado muchos años después por novelas como Trainspotting (1993), de Irvine Welsh.
    Pero no sólo los escritores cercanos al movimiento hippie o los oscuros beatniks experimentaron con las drogas. El pensador Walter Benjamin se administró, de 1926 a 1932, altas dosis de hachís por vía oral, así como mescalina. “Nadie podrá entender esta embriaguez —escribió el autor de los Pasajes— la voluntad de despertar ha muerto”.
    Otro ejemplo es Herman Hesse. En el Lobo estepario (1926), el escritor suizo-alemán ya hacía referencias directas al hachís. Posteriormente la novela lo haría ganador al Nobel de literatura.
    En la línea ensayística, como lo señala Escohotado, prosistas como Robert Graves, al utilizar una especie de hongos psilocibios que conocía desde su infancia en Gales, especulaban con su influencia sobre la religión griega arcaica y la precolombina. El peyote, las semillas de la virgen y la ayahuasca, entre muchas otras, fueron consumidos por esta generación de intelectuales para tratar de explicar las coincidencias entre las drogas y la experiencia sagrada en las culturas de todos los tiempos.
    Huxley, el soma como primera comunión
    La experiencia religiosa ha sido asociada con las drogas desde los orígenes de la cultura occidental. Como lo escribiera Aldous Huxley, los griegos consideraban a Baco no una deidad menor, sino un auténtico theoinos (Dios del vino).
    En el ensayo titulado “Drogas que moldean la mente de los hombres”, Huxley narra cómo en el mismo Pentecostés se le acusó a los apóstoles de estar “llenos del nuevo vino”. También señala que la poeta Santa Teresa de ívila escribe que “ve el centro de nuestra alma como una habitación, a la que Dios nos invita cuando le place para intoxicarnos con el delicioso vino de Su gracia”.
    William James fue el que le dio la pauta a Huxley para encontrar un parangón entre percepción e iluminación al señalar que “la conciencia ebria es una parte de la conciencia mística”. Con escritos clásicos sobre las drogas como Las puertas de la percepción, el intelectual inglés fue consecuente entre sus observaciones y experimentos y su postura política que pugnaba por un consumo trascendental y por la eliminación de las prohibiciones estatales. Huxley soñaba con una droga que disminuyera al máximo los efectos secundarios y que posibilitara el consumo cotidiano que ayudara a curar espiritualmente al individuo moderno:

    Si pudiésemos diariamente aspirar o ingerir algo que aboliera nuestra soledad individual durante cinco o seis horas, que nos reconciliara con nuestros semejantes en una ardiente exaltación de afecto e hiciera que la vida […] nos pareciera divinamente bella y trascendente, y si la naturaleza de esa droga permitiera que a la mañana siguiente nos despertásemos con la cabeza despejada y el organismo indemne, la tierra se convertiría en un paraíso.

    El hombre que inventara dicha sustancia, sería para Huxley: “Uno de los grandes benefactores de la sufrida humanidad”.
    Aunque en parte el ácido lisérgico descubierto por Albert Hofmann representó para Huxley una sustancia cercana a sus deseos emancipadores. Nunca la consideró el último soma, y como lo explicara en una entrevista, su droga de Un mundo feliz era por el contrario una pastilla que relajaba la percepción en vez de sublimarla. Para el autor de Moksha, “la percepción es (o por lo menos puede ser, debería ser) lo mismo que la revelación, que la realidad brilla en toda apariencia”.
    En muchas otras cosas Aldous Huxley fue visionario a la hora de arriesgar diagnósticos, como lo señalara el escritor de ciencia ficción J. G. Ballard: “Toda su vida, Huxley se vio impulsado por la necesidad de comprender el misterio de la conciencia humana, y la búsqueda lo llevó del misticismo cristiano a las religiones de Oriente y a las seudorreligiones de California. De un modo inusual para un intelectual, de su época o de la nuestra […] su original trabajo se encuentra en la frontera entre la religión, el arte y la ciencia… Fue un guía del futuro más agudo que cualquier otro novelista del siglo XX. El peor destino para un profeta es que sus predicciones se vuelvan realidad”.
    Como las ceremonias de iniciación de los jóvenes en su utopía La isla, para Huxley las drogas no son un fin en sí mismas, sino un ritual para alcanzar el samadhis. Apenas una llave para abrir la puerta al “otro mundo de la mente”…
    Para Huxley y para otros psiconautas más…

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