La sordidez irremediable de Fonseca

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Aunque Rubem Fonseca comenzó a publicar desde los años sesenta, uno de los primeros cuentos suyos que leí fue “Placebo”, que aparece en el libro El agujero en la pared (1995). Fue imposible no sentirse atraído con la historia del sedentario y rico presidente de una importante compañía que, pese a su fortuna y el servilismo de sus empleados, estaba empezando a convertirse en un jodido tembeleque atacado por algo parecido al mal de San Vito. Al tipo, cuyo dinero no podría comprar una improbable sanación en la medicina formal, no le quedaría otra oportunidad que buscar un remedio clandestino a base de superstición, y de una materia prima grotesca: el feto de un negro. Después, la mejor prueba de que la cura se había logrado, sería tener la suficiente precisión motriz para “chutar” palomas en un parque que caerían como inertes balones emplumados.

Cuando los ojos están puestos en el Brasil futbolero, vale la pena hacer un acercamiento al que en la actualidad quizá sea el más grande escritor del país de la samba, y de los más destacados en el panorama de las letras internacionales. En medio del prestigio y los inevitables premios, al hablar de él es común que luego de delinearlo a través de la violencia o lo policiaco, se especule sobre las motivaciones y explicaciones sociales de su obra, pero tal como dice Antonio Ortuño en un ensayo sobre Fonseca: “Resulta una majadería escribir sobre una obra fresca y vital, como la de Rubem Fonseca, con las mismas herramientas críticas sin filo, con los mismos ímpetus de orador de banquetes y con los mismos bostezos encubiertos con que se escribe sobre otras obras, a veces reputadísimas, que parecen haber sido escritas sin más finalidad que servir como materia de estudios para los sabios de ocasión”.

Al igual que muchos reporteros, algunos años atrás intenté —sin éxito— entrevistar a Rubem Fonseca. Hermético y hasta misterioso, el hijo esclarecido de la ciudad de Minas Gerais, nacido en 1925, no apetece de hablar con los medios, ni mucho menos de las peroratas para lucimiento de su obra o la de otros. La ocasión se daría, con cierta obviedad, durante una de las ediciones de la FIL. Previo a la presentación de uno de sus libros, descubrí a Fonseca, deambulando como hacen otros escritores entre el gentío de la feria, pero con la demasiada certeza y calma de quien se sabe no reconocido.

Admito que en un primer momento tampoco yo estaba seguro de que fuera él. Al verlo tan cerca, perdía por completo la dimensión ilusoria del hombre más alto que se ve en las fotos, o la que se percibe cuando alguien se encuentra trepado en un estrado recibiendo halagos y lisonjas. Vi a un hombre bajo, vestido con sobriedad, callado, pero si pude saber que era Fonseca, fue porque lo que no perdía era la fuerza de su rostro adusto y la profundidad de sus ojos. Con prudencia me le acerqué para presentarme y solicitarle ingenuamente unos minutos. Su respuesta fue parca, pero amable: “Lo siento, pero yo no doy entrevistas”. Tan sólo esas palabras pude intercambiar, porque el pedante de Rafael Pérez Gay, que hacía las veces de su escolta y acompañante, no permitió que al menos intentara un diálogo espontáneo.

La razón que aduce Fonseca para actuar así está en una respuesta que suena a confesión, recogida por el propio Ortuño: “Yo fui periodista. Por eso no doy entrevistas, porque sé lo que me espera”. Pero también, al dejar en claro que lo que tiene que decir sobre sí y sobre el mundo ya está vertido en sus libros, y es de agradecer que no se haya convertido en uno de tantos mercenarios de pronta y precoz opinión, y que conserve un aura que lo mantiene en complicidad con sus huraños personajes.

Por muchos años fue abogado penalista y, como testigo de la injusticia social y judicial, estuvo del lado del lumpen, de los despreciados, pero también en su momento habría de ser comisario de policía y ahondar más en los intersticios del crimen y sus retorcidos actores, lo que sin duda le daría el caldo de cultivo para escribir con una madurez que lo alejaba de los arrebatos juveniles, pues su primera publicación la hizo a los treinta y ocho años. Eso y su experiencia como crítico y guionista de cine le han dado su característico lenguaje.

Muchos textos componen el panorama de Rubem Fonseca, entre ellos Agosto, una novela “donde la historia y la ficción van de la mano, y donde se cuenta la caída de Getulio Vargas; pero la tragedia no es ésa, total, no era más que un dictador; la verdadera tragedia es cómo el único que merece vivir entre políticos corruptos, golpistas, empresarios tramposos y asesinos a sueldo, es el comisario Mattos, que es asesinado y no pasa nada”, dice Élmer Mendoza. Y también la novela El gran arte, de la que Vargas Llosa refiere que “su mundillo de asesinos traficantes, prostitutas y ominosos capitalistas, resulta ser, asimismo, un irónico caleidoscopio de alusiones y paráfrasis históricas, mitológicas y literarias que dignifican la materia narrada, tornándola una propuesta cultural y una encubierta burla del propio género”.

Sin dejar de ser buenas novelas, todo ese universo de muerte, sexo, drogas, pobreza y corrupción, ya está contenido en sus cuentos, y es ahí donde realmente se desarrolla su maestría, con una velocidad y economía de palabras que parecen más contundentes que sus historias de largo aliento, y más adecuadas para explotar sus imágenes de concepción cinematográfica.

Ahí están los policías que persiguen las pistas para dar con los ilegales globeros que furtivamente fabrican el más grande artefacto, que al caer podría incendiarlo todo, en “El globo fantasma”; “El enano”, donde un amigo y confidente termina siendo un chantajista muerto en una maleta; el ex reportero de nota policiaca y escritor frustrado que trabaja haciendo cartas de sentimentales bajo el seudónimo del nombre de una mujer, igual que todos los compañeros de redacción, en “Corazones solitarios”; un resentido social que se convierte en terrorista en “El cobrador”; un ejecutivo millonario que encuentra la tranquilidad al asesinar personas atropellándolas con su auto en “Paseo nocturno I y II”, o los criminales que por diversión salen a robar y matar una noche de fin de año en un vecindario de ricos en “Feliz año nuevo”, y que con el libro del mismo nombre, en algún momento fue prohibido en Brasil.

La sordidez de la obra de Fonseca se vuelve consustancial a la cotidianidad, a la que los personajes no sólo se resignaron sino que se adaptaron, como una realidad que va más allá del entorno brasileño. Dice Élmer Mendoza: “Sé que la narrativa es ficción. Es un asunto que tengo resuelto desde hace años. No obstante, cuando leo a Fonseca, tengo la impresión de estar ante la vida misma, pienso que no estoy ante una obra narrativa. Las reacciones de los personajes ante lo que parecen hechos consumados, siempre con una irónica aceptación de un destino manifiesto, me da escalofrío […] Una sapiencia ontológica de que los seres humanos siempre haremos lo mismo, siempre tendremos las mismas reacciones ante la posibilidad de matar, de venganza o, en general, de los hechos de sangre”.

Todo esto lo sabe contar Rubem Fonseca de una manera poderosa y a la vez con el distanciamiento que otorgan los tintes sarcásticos, y que permiten no querer abandonar su lectura. Por ello José Miguel Oviedo escribió que “cuando ingresamos a una de sus narraciones, presentimos el clima general de amenaza y riesgo, el olor a sudor frío de las posibles víctimas; todo es letal, implacable, desalmado […] Aquí no hay redención y todo —desde las míseras favelas hasta los lujosos departamentos donde se desarrollan orgías de alcohol, sexo y drogas— exhala un hedor de depravación, de podredumbre irremediable. La única cualidad que permite a algunos sobrevivir aquí es el cinismo: nadie quiere cambiar este mundo abyecto, sino sacar el mayor provecho de él”.

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