La sirena de la calle Juan Manuel

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A mi amigo Antonio Venzor

La presencia de María Victoria evoca, por sí misma, toda una época, no únicamente de la historia del teatro, el cine o la televisión mexicana, sino que ella misma es portadora de un tiempo y un espacio —ya para siempre perdidos y a la vez recobrados en su persona— de nuestro país.

Nacida bajo el signo de piscis, el 26 de febrero de 1933, en Guadalajara, “en la calle Juan Manuel” —como me dijo a manera de confesión, cerca del oído, una noche de hace ya varios años, cuando la entrevistaba después de recibir un reconocimiento aquí en su ciudad—, María Victoria es, en todo caso, la figura más nítida de cómo debieron haber sido las tapatías a comienzos del siglo pasado.

Igual, pero distinta, la cantante y actriz en su años mozos debió —como aún lo hace— arrancar muchos suspiros; digo que igual y distinta a aquellas rancias tapatías debió haber sido María Victoria, porque si recorremos su iconografía podemos darnos entera cuenta de que —desde siempre, supongo— su sensualidad es particular y la disfruta, porque no en balde es —ha sido— uno de los símbolos sensuales más entrañables de toda la cartelera de espectáculos de nuestro país.

Ella le dijo a Cristina Pacheco en 1978, en una entrevista: “Al principio, y creo que hasta el final, mis vestidos causaron sensación. (…) Reconozco que mi manera de cantar y de vestir me convirtió en un símbolo sexual, pero no fue algo que yo buscara deliberadamente. La Liga de la Decencia llegó a prohibir mis canciones, sin embargo no pudo nada contra el gusto del público, que es el que finalmente manda. Por mi silueta —cintura muy breve y caderas amplias— me convertí en cierto sentido en estrella para el público masculino…”.

Quizás por haber nacido bajo el signo de piscis; o tal vez por no haberse “achatado” como imagino a muchas mujeres tapatías de su tiempo, ella se abrió hasta convertirse en una mujer arrobadora y de enorme talento. Comenzó como la mayoría de cantantes y actores de su época, en las carpas, para luego ir hacia las luminarias de los teatros y cines de todo el país, seguramente rompiendo corazones y logrando que más de alguno soñara que le susurrara al oído alguna de sus canciones —quizás “Cuidadito” o “Tan enamorada”— que cantara en alguna película al centro de un cabaret donde el público en su mayoría estaba conformado por marineros. Tal vez de allí, de ese momento, cuando daba formas a un vestido —¿negro?— y guantes hasta los codos, se imaginaron todos que ella, la mismísima María Victoria, era una sirena y de allí que algunos la nostalgien como esa metáfora surgida del mar…

Lo cierto es que ella es, además, un recordatorio de que los artistas de antes estaban preparados no únicamente para lucir, sino que también mantenían una cercanía real con el talento, porque María Victoria amén de ser una extraordinaria intérprete de nuestra mejor música, demostró tener enormes capacidades histriónicas y, lo que es aún más singular, una propensión para la comedia que reveló a lo largo de catorce años al personificar a la más sensual “famulla” de la televisión mexicana, Inocencia —en La criada bien criada—, que logró reunir a las familias frente a la televisión cada vez que aparecía su programa.

Dichosa ella, pues no tuvo que esforzarse mucho para demostrar que no solamente era bella y con un cuerpo de ensueño, sino que también era capaz de realizar interpretaciones en casi todos los escenarios del espectáculo.

La diosa y su vigencia
La carrera de María Victoria comenzó en 1939, acompañada de Paco Miller, justo al comienzo de la Segunda Guerra mundial.

Infatigable, ha logrado consagrarse como uno de los iconos más relevantes de nuestra luminaria nacional. Sigue vigente y logra permanecer en algunos corazones todavía. No en balde hace unos días, en su perfil de Facebook, el periodista Antonio Venzor hizo públicos sus piropos muy a lo norteño: “La mamasota, la sirena cantante, la divinidad tutelar de la sensualidad, la que cuando canta emite pujiditos que no sabe si son de dolor o de placer, la tapatía, la diosa del arrabal, María Victoria, será homenajeada en el FICG de este año. Ahora no hay Liga de la Decencia que la censure por usar sus ajustados vestidos que delineaban sus esculturales curvas, ahora será puro reconocimiento de sus paisanos”, y mis nietos de cinco y once años —no hace mucho— camino a Tonalá escucharon, surgida de un viejo casete, la canción “Cuidadito”. Al terminar la pieza, con los ojos abiertos a más no poder y extrañados por la letra y la interpretación, solicitaron que se volviera a repetir casi hasta que lograron aprenderse la canción e imitarla. A la fecha —lo consigno como una pauta de su pegue—, no he vuelto a ver el casete, porque lo siguen poniendo en la reproductora en su casa y cantando a viva voz.

María Victoria le declaró a Cristina Pacheco: “Me di cuenta que le gustaba al público una vez que falté a mi trabajo. Entonces, quienes estaban en galería —los espectadores, que verdaderamente hacen a las figuras— preguntaron: ‘¿Dónde está esa muchacha que nos gusta? ¡Dónde está la buenota?’ Así me decían, me gritaban muchas cosas alusivas a mi figura, a mi manera de caminar, a mi estilo, en una palabra. Pero jamás me he metido con el público. Siempre respondo con una sonrisa”.

Lo cual me consta, pues aquella noche cuando la entrevisté, con cada una de sus respuestas iba su singular sonrisa, que permitía dejarme ver que la muchacha provinciana, aquella que había salido muchas veces de su casa de la calle Juan Manuel, no había cambiado. Seguía siendo una persona, lo que es ya difícil de encontrar en casi cualquier lugar. Ella seguramente comprenderá lo que digo, pues hace apenas unos días, cuando asistió al funeral de su amigo Jorge Arvizu “El Tata”, declaró a La Jornada: “Hay mucho qué recordar de él, pero sólo me resta decir que fue una gran persona…”.

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