La sangre de Shakespeare

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Las últimas palabras que pronuncia Aarón, el maldito y descarado moro en la tragedia Tito Andrónico de Shakespeare, antes de ser enterrado hasta el pecho para que muera de hambre y “grite y delire pidiendo alimento”, no parecen otra cosa que la defensa cínica de la crueldad desarrollada en esta obra de juventud del dramaturgo inglés: “No suplicaré con viles plegarias por los males que he hecho. Quisiera cometer, si pudiera, mil delitos peores. Y si realicé alguna acción buena en mi vida, con toda mi alma me arrepiento de ella”. Lamentablemente es también esta pieza la encarnación teatral de los alcances inagotables de la bajeza humana; un espejo para el que presenciando sus sangrientos acontecimientos, burdos pero dolorosos, encuentra el rostro de la mierda que aparentemente espanta, y que, sin embargo, regodea como a un puñado de cerdos que se alimentan del lodazal de sus propias deyecciones.
A cuenta de que días atrás se cumpliera un aniversario más del nacimiento de William Shakespeare, no sobra hablar de Tito Andrónico, la primera tragedia escrita por él en el año de 1593, y la cual, aparte de poco conocida, desde que salió a la luz ha sido vista un poco con el gesto de quien aprieta las narices pero no aparta la mirada, ya no digamos por los críticos que se cocinan aparte, sino también por un público que incluso en la actualidad ya curado de espantos, ante sus representaciones “nunca supo bien cuándo sentirse horrorizado y cuándo reír, bastante incómodamente”, según nos dice Harold Bloom al respecto. Esto porque ya tan sólo leyendo el texto, cuanto más en su montaje, se asiste a un baño de sangre y perversión. Aquí contemplamos el asesinato como moneda corriente, pero también una cadena de sostenidas y grotescas imágenes de horror en la violación, la mutilación, la decapitación, y para remate, la antropofagia. Todo ello engendrado en la traición y la venganza, pero también en el disfrute y el deseo sin sentido de ejercer el mal.
Precisamente, por ese afán desmedido de mostrar la sangre y restregarla en la cara del espectador, es que se ha cuestionado tanto y tenido reservas para con esta obra de Shakespeare, al grado de que la postura de muchos críticos en diferentes épocas ha sido la de tomarla incluso como un texto impuro y demasiado ruin para haber sido escrita por el autor, dado los alcances de genialidad que impuso en otros dramas en los que aunque presente la maldad, no llegaba a convertirse en un mero artificio desbordado, que parece ser un fin enajenante en sí mismo. Así que las calificaciones de Edward Ravenscroft acerca de que es “la más incorrecta e indigesta pieza de su repertorio, más una pila de basura que una estructura”, o la de Samuel Johnson diciendo que “la barbarie de los espectáculos y la matanza general que se exhiben aquí apenas pueden considerarse tolerables para cualquier público”, suenan, aunque viejas, adecuadas, pero esto en caso de que, como afirma Bloom, se leyese como una auténtica tragedia.
Ello porque, en contraparte a su supuesta menor valía, el no tomarla en serio es la única manera en que los especialistas han podido justificar la creación de esta obra que algunos ven como un precursor del género gore, y que así podría haberse escrito para burlarse del también dramaturgo Christopher Marlowe, predecesor de Shakespeare, al que se tenía como un promotor de esos festines teatrales para incitar el morbo del público, a la vez que granjearse el éxito económico con su favor. Y así, Bloom, encuentra que “no me atrevería a afirmar que haya un solo buen verso en la obra que tenga un sentido recto, todo lo que es entusiasta y memorable es claramente parodia”, porque el crítico no perdona que el autor inglés se rebajara a escribir esta “atrocidad poética ni siquiera como catarsis” liberadora del lenguaje de Marlowe, que queriendo o no influía en el arte del gran William, que “sabía que era una metedura de pata y esperaba que los más enterados se refocilaran en ella con plena conciencia”, asegura Harold Bloom, pues “tal como yo lo leo, es un ritual de exorcismo”.
Pese a todo, las opiniones sobre la obra siguen sin tener consenso, pues como cree el escritor Carlos Gamerro, la pregunta de si Shakespeare “se proponía que fuera espantosa o desopilante” es algo no resuelto y vigente, y aunque él mismo dice que la tragedia seria que practicaría después “apunta a nuestro corazón y a nuestra mente”, mientras que en Tito Andrónico “empieza más abajo, o más afuera: por las tripas, los músculos, los nervios”, y “su principal objetivo no es suscitar la reflexión, ni mucho menos la piedad y el terror, sino excitar sensaciones fuertes”, quizá a través de este abuso de lo cruento, Shakespeare logró al acertar con sus dramas en la profundidad de las personalidades, crear nuevamente lo que Harold Bloom llama “la invención de lo humano”, también desde la extravagante ironía. Así, Tito, a quien la desgracia no se cansa de humillar, lejos del estoicismo del bíblico Job, ríe y apresta la jugada que renueve el orden, sin una mano, sin dos hijos, con una hija violada, sin lengua y sin manos: “¡No me queda una sola lágrima que verter! […] Juremos vengar estas afrentas. Vamos, hermano, coge una cabeza y yo llevaré la otra. Lavinia, lleva mi mano entre tus dientes”.

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