La racionalidad vigente

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    El gran descubrimiento de los griegos fue el uso sistemático de la razón para enfrentar el mundo y las inquietudes generadas por nuestros pensamientos. El hecho de que seamos “cosas que piensan” implica angustiarnos ante lo que ocurrirá el día de mañana, comprender que no todo a lo que aspiramos puede lograrse, darnos cuenta que nos equivocamos frecuentemente, hacernos ilusiones, buscar desesperadamente respuestas a nuestras preguntas, etcétera. Difícilmente los hombres podemos renunciar a nuestros pensamientos; nos acompañan en todo tiempo y espacio. Cuando René Descartes intentó alejarse de todos los contenidos de su mente, concluía que podía suponer que lo que había visto, sentido, aprendido o experimentado era falso, pero a pesar de ello era imposible dejar de pensar. La única certeza que se le presentaba con una evidencia imponente era saberse “una cosa pensante”.
    Pensar es una característica (no exclusiva) del hombre, mediante la cual enfrentamos nuestro mundo. Sin embargo, poder pensar no implica que los contenidos de nuestra mente sean un reflejo de la realidad. Cuando nos percatamos de que nos equivocamos, nos damos cuenta de que el pensamiento que teníamos acerca de la manera en que eran las cosas que pensábamos, era incorrecto. Las equivocaciones del pensamiento se dan en todos los ámbitos de nuestra vida; frecuentemente reconocemos que nuestras creencias políticas, científicas, éticas, religiosas o estéticas son o pudieran ser erróneas.
    Por otra parte, son nuestros pensamientos los que nos indican cómo es o nos gustaría que fuera la naturaleza y la cultura. Por ejemplo, si yo he pensado que la realidad material se conforma de átomos, no es porque haya percibido a través de mis sentidos los átomos, más bien es porque hay un pensamiento acerca de la realidad que me permite suponer que esta creencia es correcta. De manara análoga, si coopero para los damnificados de una catástrofe es porque pienso que mi acción ayudará a aliviar el sufrimiento de los damnificados. En síntesis, el pensamiento se constituye como un sino del humano que orienta sus creencias y acciones.
    Los hombres, decía Ortega y Gasset, además de tener necesidades biológicas tenemos necesidades intelectuales. A los hombres, para vivir, no nos basta con satisfacer nuestras necesidades biológicas: requerimos, además, creer que los pensamientos que se tienen acerca del mundo, son correctos. ¿Cómo podría saber que los pensamientos que tengo acerca del mundo y mis pensamientos acerca de lo que debo hacer son correctos? Probablemente esta sea una de las preguntas más difíciles de responder y los intentos de solución siempre dejan un halo de insatisfacción. Algunos afirman que su creencia es verdadera porque así lo leyeron, porque así lo transmitieron por la televisión, así lo predicó el cura, me tocó vivirlo o así lo dijo alguien en quien confió. Es decir, las fuentes en las que apoyo la confianza de mis creencias son indirectas cuando tienen su origen en alguien que no soy yo (como la información que adquiero de un libro), o de primera mano cuando su punto de partida son mis sensaciones. Sin embargo, cuando la creencia proviene de una fuente externa a mi conciencia, a mí no me consta que lo que se afirma es verdadero, y cuando provienen de mis sentidos, olvido con frecuencia las limitaciones de mis sentidos para poder percibir las cosas o los acontecimientos como son. Si las fuentes de primera mano o externas que se constituyen como punto de partida para pensar la realidad son susceptibles de error, entonces la pregunta no pierde vigencia: ¿cómo podría saber que los pensamientos que tengo acerca del mundo y mis pensamientos acerca de lo que debo hacer son correctos?
    El recurso más socorrido por la ciencia y la filosofía para afrontar la incertidumbre de nuestros pensamientos es la razón. La razón es una actividad intelectual que, a partir de ciertos principios y combinaciones confiables, nos permite generar un criterio en el cual apoyar la certeza de nuestros pensamientos. Las matemáticas y la lógica son las ciencias en las cuales dichos principios y combinaciones son su objeto de estudio y trabajo. Uno de los principios más evidentes sostiene que “no es posible que una cosa sea y no sea”; este criterio nos permite afirmar, por ejemplo, que si hay movimientos atípicos en las placas tectónicas, entonces ocurrirá un sismo; por lo anterior, si no hay sismos, entonces no hay movimientos atípicos en las placas tectónicas.
    Mediante los criterios de la racionalidad es posible reconocer al menos un asidero de confianza, lo cual no es suficiente para creer que los resultados de las operaciones tengan necesariamente que corresponder con la realidad que describen. Por ejemplo, si alguien me debe cien pesos y otro me debe doscientos, la racionalidad matemática me permite afirmar que me deben trescientos; pero, si es falso que me deban las cantidades señaladas, entonces la creencia generada a partir del proceso racional será falsa. El error radica en la falsedad de los datos con los cuales operó la racionalidad, no en la operación racional.
    Ciertamente debemos admitir que hay interrogantes sobre las cuales la razón tiene poco que aportar; particularmente en el tipo de realidades que presentan dinámicas poco controlables, como los asuntos religiosos o volitivos. Sin embargo, reconocer que las operaciones racionales tienen límites no es un criterio suficiente para menospreciarla. La misma negación de la confianza de la racionalidad solamente podría establecerse respetando los criterios de racionalidad, lo cual, necesariamente, conduciría a una contradicción. Las tendencias postmodernas, fenomenológicas, historicistas, relativistas o psicologistas contemporáneas, que se venden como pan caliente en las universidades y se han constituido en los principales detractores de la racionalidad, han olvidado que un discurso coherente sólo tiene sentido bajo los parámetros de la racionalidad y que, entre los contenidos de nuestro pensamiento y las operaciones racionales, existen diferencias abismales.

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