La noche del Diana

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    Viernes por la noche. Llueve un poco. Lo suficiente como para que las calles estén mojadas.
    La oscuridad se rompe con los reflectores que anuncian un gran espectáculo. Un desfile de autos abarrota la avenida 16 de septiembre, los valets corren, no se dan abasto.
    Algunos estacionamientos cercanos tuvieron que colocar el letrero de “Lleno”. De los autos baja todo tipo de personas, la mayoría abrigada. Señoras con peinado de salón acompañadas de sus amigas, distinguidos señores vestidos de traje, con gabardina y paraguas, pero también chavos de mezclilla.
    Al teatro, las personas con boleto entran, la prensa no. Acomodadoras amables conducen a los asistentes a su asiento. Discretos los cuerpos de seguridad vigilan, ya que están por llegar las autoridades encargadas de cortar el listón, develar la placa y correr el telón.
    La espera se prolonga. Mientras, los chicos de la prensa entrevistan a los invitados especiales. Llega Alex, de Maná, y los micrófonos se arremolinan ante sus palabras: “El teatro Diana ya era necesario. Me congratulo por nuestra ciudad”, afirma el baterista del grupo más exitoso de Guadalajara.
    Luego arriba Saúl Hernández, excaifán, ahora jaguar. ¿Y ese qué hace aquí, tú?, pregunta una guapa mujer de mediana edad que parece identificarlo. Pues, como es la inauguración, invitaron a todo mundo, responde su acompañante.
    Los reporteros de espectáculos se deshacen por entrevistar a Saúl y los de la fuente política cuchichean que ahí viene el exalcalde de Zapopan, Macedonio Támez Guajardo. El que acaba de anunciar que quiere ser gobernador. Su llegada casi coincide con la del director de los hospitales civiles, Leobardo Alcalá, quien luce una larga gabardina que lo hace ver más alto y robusto de lo que en verdad es.
    Los cuerpos de seguridad, discretos antes, ahora se hacen notar. Empujan a todos para abrir espacio al rector, al gobernador y al presidente del consejo de administración. De unas escaleras junto a la entrada, bajan dos chicos y dos chicas con facha de extranjeros, vestidos de colores llamativos y muy maquillados. Son los artistas, we, exclama una niña de no más de 13 años, mientras jala del brazo a una amiguita.
    Una nube de cámaras, micrófonos y brazos anónimos impiden que la concurrencia presencie la develación de la placa a un lado de la entrada principal. Ni modo, luego lo vemos en la tele. Solo es visible la mano de Francisco Ramírez Acuña que jala el hilito de la cortina y todos aplauden.
    Separan a la prensa de los funcionarios. Unos entran por un lado y el resto por el otro. El teatro está abarrotado. Qué barbaridad, no cabe ni un alfiler y sin embargo todos parecen estar cómodos. O lo estaban, hasta que los camarógrafos se colocan delante de la primera fila e impiden la visibilidad de los ahí sentados. Tal vez por eso no colocaron en ese lugar a ningún invitado especial. Las personalidades de la cultura, la política o el espectáculo abarrotan la luneta.
    El maestro de ceremonias llama al escenario a las autoridades. Suben de uno en uno: el presidente de la mesa directiva en el Congreso del Estado, Pedro Ruiz Higuera, que luce incómodo, como si no le gustara estar frente al público; Emilio González Márquez, presidente municipal de Guadalajara, que no para de sonreír; el rector general de la Universidad de Guadalajara, Trinidad Padilla López, se muestra afable: saluda a todo mundo; el gobernador del estado, Francisco Ramírez Acuña, sonriente; el magistrado presidente del Supremo Tribunal de Justicia, Manuel Higinio Ramiro Ramos, siempre con las manos atrás y Raúl Padilla López, presidente del consejo de administración del Diana, con cara de orgullo.
    -Chales, no dijeron que iba a haber discursos. Yo nomás compre boleto para ver Lorofdedens, dice un molesto hombre de lentes. Pa’ mí que va a ser rápido, no te desesperes, lo consuela su mujer.
    El primero en hablar es el rector general. Asegura que el Diana es un teatro de puertas abiertas, un espacio que le hacía falta a Guadalajara. Presume que tiene un gran aforo y que es uno de los mejores del país. Hace un reconocimiento al teatro Degollado y anuncia que en breve tendrá su propio estacionamiento. Donde está el table, tú, murmuran unos chavos.
    La palabra corresponde a Francisco Ramírez Acuña, quien felicita a la Universidad y reconoce la labor de esta casa de estudios en la difusión de la cultura. Claro, hacen lo que no realiza la Secretaría de Cultura, afirma un burlesco hombre de ojos sonrientes. Luego el gobernador presume que la zona adquiere nueva vida y que las obras recientes reactivarán el corredor que va del renovado parque del Santuario hasta el nuevo Diana.
    –Tercera llamada, tercera… ¡¡principiamos!!, grita el gobernador y todos aplauden. Las luces se apagan y el teatro queda en penumbras. Los cuerpos de seguridad pierden la noción de la cortesía y empiezan a arrear como vacas a los chicos de la prensa. Los afortunados que traen boleto son reubicados en sus asientos, pero la mayoría de invitados abandona el teatro.
    Mientras las autoridades se dirigen a sus asientos en luneta, suena la música y el espectáculo comienza. Una colorida coreografía muestra un botón de lo que veremos en la siguiente hora con 40 minutos.
    Termina el baile y todo el teatro grita. Nadie esperaba que “tronaran cuetes”. A las exclamaciones de susto siguen las risas. Avisen, que soy cardiaco. Espero que tengan suficientes extinguidores.
    Repuestos del susto, aplausos, muchos, tal vez más de los que esperaban los bailarines, que ponen cara de asombro. Luego sale una duendecilla colorida, una diosa que canta como Lorena Mc Kenett y dos violinistas que recuerdan a Olga Briskeen.
    Los tapatíos fascinados, aplaude y aplaude. Y los actores enfrentan una batalla entre el bien y el mal, en la que el ganador es el que más zapatea (inculto, es baile irlandés). Se prenden las luces y todo mundo se pregunta si ya terminó el espectáculo. Una voz en inglés anuncia 20 minutos de intermedio. Entonces el público se da a la tarea de estrenar el bar que hay en cada nivel. Cervezas, gí¼isqui, ron, café, baguetes… todo está bueno, pero caro, es el comentario general.
    Termina la pausa y todos de regreso se acomodan en donde quieren o pueden. Las edecanes hacen esfuerzos sobrehumanos para colocar de nuevo a cada uno en su mismo asiento, pero no lo consiguen. La luz se apaga. La batalla sigue y ni para qué decir que gana el bueno, que claro, resulta el más bonito. En algún momento el público se pone complaciente y basta con que el actor principal levante la mano para que todos aplaudan y chiflen extasiados. Al final no faltan los gritos de ¡¡oootra, oootra!! Y por increíble que parezca, la compañía complace al respetable con una última danza. Las luces se encienden definitivamente y mientras todos bajan, muchas chicas zapatean e imitan el espectáculo, como en espera de que las rescate su propio lord of the dance. Dios te oiga.

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