La cabeza de Alicia

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    Walt Disney fue de los primeros directores en comprender que el cine es el medio perfecto para manipular la realidad. No es un accidente que se haya decantado por la animación, en un tiempo en que filmar películas de “acción real” parecía la única vía para sobrevivir en la naciente industria.
    Veterano de la primera guerra mundial (condujo una ambulancia en Francia), Disney fue un empresario visionario, que construyó, además de uno de los emporios mediáticos más importantes de Estados Unidos, buena parte de la iconografía cultural que puede asociarse actualmente con el concepto de infancia.
    Ya ha sido señalada la estética particular de sus películas, la falta de “ángulos” en sus personajes, donde la redondez se erige como una metáfora de una moral transparente y maniquea. A Disney se le reconoce, además, su capacidad para tomar los mitos de los diferentes pueblos del planeta y combinarlos con la cultura de los llamados media (casi siempre a través de la música), para reducir las leyendas a un licuado dulzón disfrazado siempre de “candidez” infantil. Como lo señalara Todd Gitlin en su ensayo “La tersa utopía de Disney”, la cultura popular de Estados Unidos “es hoy lo más cercano a una lingua franca universal, que funciona a través de una zona cultural federada distribuyendo algunos sueños compartidos de libertad, riqueza, comodidad, inocencia y poder”.
    Y nadie como Disney para construir la utopía perfumada aquí en la Tierra. Utopía disfrazada de una rapaz estrategia de mercantilización, parodiada hasta nuestros días en series como Los Simpsons, pero que a pesar de sus competidores no deja de mantener un liderazgo a la hora de incubar la visión de una humanidad hermanada por el consumo, con un perfil preferentemente americano. Como lo señala el mismo Gitlin: “La forma en que la cultura de masas estadounidense llega al público puede tocar mecanismos incrustados en lo más profundo de nuestro ser”.
    Y qué adulto no sueña con ir a Disneylandia, para comprobar que sus recuerdos infantiles tienen una geografía reconocible, a la que se puede tener acceso a través de un paquete “todo incluido”…

    Maestro de la rebelión
    Walt Disney tuvo una relación hasta cierto punto fetichista con la obra de Lewis Carroll. Al llegar a Hollywood en los años veinte, lo que cargaba en su maleta, además de sus escasas pertenencias, era una serie de cortometrajes “híbridos”, que mezclaban imágenes reales con animaciones. El nombre de este proyecto era: Alicia en el país de las maravillas.
    No obstante, no fue sino hasta 1951 que logró llevar al público el largometraje basado en la historia de Carroll. Y su éxito no se hizo esperar. A pesar de que la narración sufre la tijera moral que padecieron otros cuentos como Blancanieves y Peter Pan, en la Alicia… de Disney todavía sobrevive cierta anarquía, y vista en retrospectiva, algunas de sus secuencias son divertidas e incorrectamente políticas. Inolvidable es la escena en la que la oruga (que fuma un narguile con clara referencia al opio) le reclama a la pequeña niña lo estúpida que es por no saber que comiendo el hongo es la única manera en que puede regresar a su tamaño. Ya hacia el final de la película, las escenas que rodean el desquiciado juego de cricket de la reina deslumbran por su lenguaje violento, lleno de frases que los niños no llegan a escuchar en nuestros días por su peligrosa “carga negativa”, tales como “córtenle la cabeza”, que termina por convertirse en la muletilla de la furibunda monarca.
    André Breton, en su Antología del humor negro, sitúa a Lewis Carroll en un lugar preponderante. Lo considera un auténtico “maestro de la rebelión”, cuya “complacencia hacia el absurdo vuelve a abrir al hombre el reino misterioso que habitan los niños”. Breton reflexiona sobre la condición contradictoria entre el matemático y pastor anglicano que era Carroll, y resuelve la aparente ambivalencia al señalar que es precisamente en este delgado hilo entre razón y credulidad, donde se erigen los mejores pasajes de sus obras. “No se puede negar que la mirada de Alicia gravita vertiginosamente en el centro de la verdad, sobre un mundo de inadvertencia, de inconsecuencia y, por decirlo todo, de inconveniencia”.
    Y aunque Disney parece haberse esforzado por trasquilar buena parte de la locura del mundo carrolliano, su obsesión por la historia parece haberlo traicionado por momentos, al dejarla ser deliciosamente desconcertante y por supuesto, accidentalmente inacabada.
    Digamos que al final Alicia no pierde su cabeza, y nosotros no perdemos por entero nuestra malicia y nuestro asombro frente a la realidad.

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