La bodega de un nuevo rico

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    En la antigí¼edad, la monarquía, la Iglesia y la aristocracia guardaban celosamente y en el lugar más seguro del palacio sus tesoros. Cetros y coronas se consideraban tan valiosos como un sinnúmero de pinturas que ponían rostro a los miembros de la familia o contaban batallas históricas. En las cámaras del tesoro había también piedras grabadas, monedas y medallas, así como esculturas que celebraban a personajes míticos, a grandes líderes y a héroes, tal y como lo hicieran Alejandro Magno y sus sucesores. Las cámaras del tesoro albergaban el arte sin ninguna otra pretensión que la conservación y la exhibición a un selecto grupo de invitados. Ni el coleccionista ni el visitante esperaban encontrar o seguir alguna lógica en el recorrido, simple y sencillamente conocer y o gozar de la belleza de las piezas. En el siglo XVIII algunas de estas colecciones privadas, formadas por las clases dirigentes a lo largo de muchas generaciones, se hicieron públicas, y al abrir sus puertas, se convirtieron en museos.
    El pasado 28 de marzo Carlos Slim abrió al público el nuevo Museo Soumaya plaza Carso en la Ciudad de México. Este nuevo espacio para el arte exhibe cerca de 6 mil 200 obras de la Fundación del considerado por la revista Forbes como el hombre más rico del mundo, quien posee una colección superior a las 60 mil obras. Más que estos números, el peso real de esta colección lo dan los nombres de los creadores de las piezas, por ello el Soumaya se convierte en un sitio de visita obligada.

    Laocoonte y sus sandías
    El edificio, con estructura de acero, fue diseñado por el arquitecto Fernando Romero, yerno de Carlos Slim y fundador del Laboratory of Architecture. El vestíbulo del museo advierte ya al visitante la extraña lógica museográfica que domina las seis salas del Soumaya. La primera de las piezas es la antigua escultura de “Laocoonte y sus hijos” (Siglo I a. C.). Más que complejo resulta entender cómo este antiguo sacerdote troyano lucha junto a sus hijos contra serpientes marinas mientras en su combate y de reojo observa un bodegón monumental de Rufino Tamayo que pende de una estructura elevada. A manera de biombo y para separar el espacio de los elevadores y los servicios sanitarios, aparece el mosaico veneciano de Diego Rivera “Río Juchitán” (1956). Esta, en el mejor de los casos, locuaz colocación, reduce el peso específico de cada pieza, hace perder la armonía y en su lugar llena de ruido el recorrido.

    Mezclas duras
    Organizado en seis distintos espacios, el Soumaya guarda monedas virreinales, retratos mexicanos del siglo XIX, una extraordinaria colección de antiguos maestros europeos y novohispanos, paisaje mexicano y europeo, primeras vanguardias del siglo XX, culturas mesoamericanas de Occidente, escultura europea de los siglos XIX y XX y artes aplicadas como vestidos y, sorpréndase, hasta el famoso escritorio de José Vasconcelos. Al carecer de señalética, el ascenso y descenso por las rampas circulares resulta todo un reto; además, el cambio radical de piso laminado a mármol, hace el recorrido tan resbaladizo como la curaduría de las salas. En ellas son varios los maridajes que sorprenden, por ejemplo la pintura “Reconstrucción ideal de una ceremonia prehispánica” (1826) del francés Jean Fréderic Maximilien de Waldeck convive codo a codo con una vasija de barro con representación de mono proveniente de la cultura del Occidente de Colima, y que data del 200-600 a.C. En esa misma sala y con la misma libertad, el óleo abstracto “Tras el Pez” del jalisciense Juan Soriano exhibe de frente sus colores a una figura antropomorfa de Chupícuaro Michoacán, cuya cédula señala procede del 1800 a.C. De tal suerte que no sorprende cuando “Pedro el tipógrafo” de Modigliani mira de frente al retrato de un muchacho del español Joaquín Sorolla, mucho menos la manera en la que la “Dama con volcanes” del Dr. Atl le sonríe al “Espíritu de los Centauros” de Gibran Khalil Gibrán. Recupero una frase de Jean Renoir “No se dice yo seré pintor delante de un bello lugar sino delante de un cuadro”, y cierro: “No se dice yo seré coleccionista delante de una bodega sino de un museo”.

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