La aventura vital de Paul Bowles

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    Fue su vida una continua escapada. Llegaba a un lugar sólo para vivir a tope y emprender de nuevo la huida. Tuvo siempre la inclinación a lo exótico. Nómada impenitente, si nunca se asimiló a sitio alguno, sus viajes y estancias en los lugares más remotos hicieron de él un testigo del mundo. Se tomó el acto de vivir como una religión. Nacido en la ciudad de Nueva York en 1910, falleció en Tánger a la edad de 89 años.
    Hijo único, en sus tantas horas de soledad inventó un mundo con mares y continentes; dibujó mapas con ríos, montañas, vías de ferrocarril. Pobló tales mundos imaginarios con los personajes de sus primeras historias. A los siete años empezó a aprender música y era asiduo a conciertos; redactaba relatos en tono fantástico y policial que leía a sus compañeros de estudio: cuando cumplió doce años había escrito más de trescientos y cerca de treinta poemas, que conservó archivados en un desván de lo que fue la casa familiar.
    Vivía a tope las experiencias de la vida: “La fiesta de Cecil Beaton fue una locura total. Tchelitchev diseñó los disfraces y Charles Ford le puso un ojo a la funerala. Marlene Dietrich envió un montón de discos, que destrozamos. Nabokov miraba fríamente y pronto se marchó. Después lo rompieron todo y lanzaron tiestos de geranios a los bailarines, arrancaron del piano unas lentejuelas doradas en forma de mariposas y hubo una prolongada batalla con azucenas. Beaton iba disfrazado de Mefistófeles. Alguien me lanzó un montón de grabados de Max Ernst y yo le perseguí y golpeé hasta que le rompí las gafas” (c. a B. Morrissette, 12 abril l935).
    En esos días de vida desenfrenada conoció a Jane Auer. Pronto decidieron vivir juntos y viajar por todo el mundo.
    En l939 vino a México. Durante el viaje anterior lo había conmovido la personalidad y talento de Silvestre Revueltas. Escribió: “Aaron me había dado una carta para Silvestre Revueltas. Lo encontré dirigiendo un concierto en homenaje a García Lorca. La luminosa textura del sonido musical me impresionó de inmediato. Tenía un rostro realmente noble, con la terrible cicatriz de una cuchillada en una mejilla, y una expresión de increíble pureza. Las condiciones en que vivía, en un barrio miserable, apenas le permitían más alternativas que la muerte. La barahúnda de voces, radios, niños y perros de la vecindad era infernal. Parecía especialmente cruel que un compositor como él tuviera que vivir en semejante sitio.”
    Nueva York fue una ciudad con la cual conservó una relación amor-odio. Con grandes intervalos por sus viajes y proyectos de escritura, hizo breves visitas y siguió componiendo la música para teatro que sus amigos le pedían.
    Tanto Paul como Jane (quien también era escritora) fueron espíritus libres y vivieron con honestidad y pasión sus excepcionales y, en muchos aspectos, complementarias vidas. Estaban unidos por los recuerdos de su juventud juntos, los viajes, el espíritu de aventura que compartían, la sed inmensa de conocer nuevos lugares y vivir experiencias extremas. Más que esposos, eran cómplices y hermanos con una idea fija: habitar la mayor parte del planeta, abarcarlo todo, serlo todo. No les interesaba convencer a nadie de su vida, se limitaban a vivirla.
    Ambos eran bisexuales y nunca se refirieron a ello como cosa excepcional. Paul permaneció muchos años unido a un artista: Ahmed Yacoubi; Jane vivía su intimidad hasta el delirio con una mujer: Sheriff. Largas temporadas vivieron los cuatro bajo el mismo techo.
    A partir de su llegada a Tánger, sirvieron como guías y obsequiosos anfitriones a todos los artistas que visitaban el lugar en esos años dorados, en especial a la sociedad gay vinculada a Nueva York, llamados la generación beat: Tennessee Williams, Truman Capote, Allen Ginsberg, Jack Kerouak, William Burroughs, Gore Vidal, Gregory Corso y Cecil Beaton. Unos u otros residían en Tánger por temporadas. Subían hasta el café Hafa sobre los acantilados, y ahí permanecían contemplando el estrecho de Gibraltar y hablando de arte y nuevos proyectos, mientras fumaban kif.
    Gran parte de sus días estuvo escapando de un lugar para llegar a otro del cual a su tiempo, también escapaba; por ello, su obra es breve: entre poemas, novelas y libros de relatos podemos contar una docena de títulos. Pero más que su poesía libre, su narrativa onírica, su música original e innovadora, la lección que dejó Paul Bowles es su actitud vigilante en y frente a la vida.
    En una de sus últimas entrevistas había dicho: “Hoy me considero una entidad que se disuelve poco a poco. Yo no tengo importancia, yo mismo, por mí mismo; tampoco importan las cosas que están a mi alrededor.”
    En los días finales de la vida le regresó el gusto por el ritmo, así que con frecuencia, mientras veía con los ojos muy abiertos el caer de la tarde, tarareaba en voz apenas audible.
    Como si a través de ese rumor se incorporase al ritmo de todas las cosas, la tarde del jueves 18 de noviembre de l999, en el hospital donde había sido ingresado para una revisión de rutina por una infección urinaria, Bowles en un momento dado se puso a tararear una tonada melancólica y su rostro empezó a amanecer mientras la tarde, su última tarde en Tánger, oscurecía.

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