Furia contra la Primavera

960

Uno de los episodios más espectaculares en la historia del arte, no sólo por lo que ocurrió, sino por lo que representa, fue el estreno en París del ballet, La consagración de la primavera: música de Stravinsky, con coreografía de Vaslav Nijinsky, hace exactamente un siglo, poco antes de que estallara la Primera Guerra mundial. Cada una de las muchas versiones con que se ha relatado el episodio, agrega un nuevo matiz al inesperado escándalo que desató la representación escénica de un rito eslavo, donde una virgen es sacrificada en honor a la primavera, contrapunteada con la música de Stravinsky, impredecible, caótica, infernal.
Se dice que Camille Saint-Saënz, uno de los músicos más respetados del momento, salió del lugar en los primeros compases de la obra; la gente, con sus abanicos y sus monóculos, aturdida por esa sucesión vertiginosa de notas violentas y arrítmicas, de pronto perdió el control y la etiqueta: unos maullaban, otros gritaban y abucheaban, los más furiosos, lanzaban sillas; Jean Cocteau observó a la anciana condesa de Pourtalés ponerse de pie y gritar: “¡Esta es la primera vez en sesenta años que alguien se ha atrevido a tomarme el pelo!”; se dice que más de cuarenta personas fueron expulsadas del recinto; otros testimonios refieren insultos, cachetadas, puñetazos y, en términos generales, se dice que aquel templo de la urbanidad y el buen gusto, se transformó de un momento a otro en un pandemonio, una suerte de pelea campal entre los defensores de los valores establecidos y los entusiastas de la novedad y la ruptura.
Más allá del inesperado espectáculo que se vivió en el Théâtre des Champs-Élysées, y las decenas de anécdotas que enriquecen el drama, la tensión, la intriga de esa noche disonante, lo más extraordinario del suceso, a mi parecer, es su valor simbólico, pues ilustra de maravilla una colisión entre los valores viejos y los nuevos. En una entrevista para la revista Sur, Stravinsky reveló su devastadora concepción de la armonía: “Como medio de construcción musical, la armonía ya no ofrece recursos que puedan indagarse y de los que puedan sacarse provecho. Para el oído contemporáneo (y también para el cerebro), hace falta otra manera de acercarse a la música totalmente diferente”.
Estas ideas de Stravinsky tomaron su forma más alta a sus treinta y un años, cuando conmocionó a los oyentes parisinos con esa composición plagada de disonancias, ritmos delirantes, y convulsas líneas melódicas, en una orquestación, si bien inspirada en el viejo folclor eslavo, configurada de una manera inédita en el mundo de la música culta, tal como lo había hecho un pintor español disuelto en el público, Pablo Picasso, cuando se inspiró en el arte africano para crear los rasgos cubistas en “Las damas de Aviñón”, un lienzo que, como la pieza en dos actos del compositor ruso, iniciaría la primavera estética del siglo veinte. Al final de la representación, Stravinsky salió por la puerta trasera como un pájaro en llamas.
Se pueden contar por cientos las peripecias análogas a ésta en la historia del arte, la filosofía, la ciencia; de cuando personas, que ahora llamamos genios, fueron escarnecidas o menospreciadas por un público que no los comprendía. Por lo general se toma por necios a quienes no supieron ver en esas mentes innovadoras un anticipo del nuevo orden por venir, pero si en lugar de verlo de una manera diacrónica, lo analizáramos en su tiempo y espacio, quizá nos daríamos cuenta de que, como en la economía, no es tan fácil reconocer las tendencias pues en todo momento, conviven y se mezclan los genios con los farsantes, y sólo los más entendidos o intuitivos en una disciplina alcanzan a distinguir lo ramplón de lo eminente.
Ahora nos resulta sencillo aceptar la música de Stravinsky porque hemos convivido desde que nacimos con la música atonal: la escuchamos en comerciales, películas, caricaturas; forman parte de nuestro soundtrack de vida, tanto las simétricas composiciones de Bach, como el dodecafonismo de Schönberg, la síncopa del Jazz, las melodías de Los Beatles; sin embargo, ese 29 de mayo de 1983 mucha gente se vio en el dilema de portar oídos viejos para escuchar una música nueva, de tener un aparato perceptual que a lo sumo aceptaba el cromatismo de Wagner o Debussy, pero no sabía gran cosa de la revolución que cambiaría para siempre nuestra comprensión y percepción de la música.

Artículo anteriorResultados finales del Programa de Estímulos al Desempeño Docente 2013-2014
Artículo siguienteCuánto vale una persona