Fomentar espacios de socialización frente a la catástrofe

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De junio a noviembre muchas poblaciones mexicanas, especialmente las costeras, se vuelven vulnerables. Al igual que muchos otros países, México padece una cada vez más larga temporada de huracanes y tormentas tropicales. A estas emergencias que producen graves desastres se suman los sismos que, además, no son predecibles. La historia reciente nos ha dejado claro que los procesos de licitación constructiva así como sus reglamentaciones han sido atravesadas por la corrupción. Edificaciones tan importantes como hospitales y escuelas enfrentan tantos o más riesgos que la vivienda popular, mientras que, curiosamente, grandes edificios corporativos de empresas transnacionales suelen salir airosos de terribles catástrofes. Cada año miles de familias pierden sus casas, y, con ellas, su patrimonio. También existe otro tipo de construcciones a las que dedicamos mucho menos atención y que suponen grandes pérdidas, no sólo por el número de vidas que ponen en peligro, sino por su valor patrimonial o por su relevancia comunitaria; se trata de la infraestructura cultural.

Desde finales del siglo XX el desarrollo humano se ha vinculado con fuerza a la relación que nuestras sociedades establecen con su medio ambiente. El concepto sostenibilidad se incorporó a tratados internacionales que buscan proteger el patrimonio de los pueblos, que tangible o intangible también se ve vulnerado ante situaciones como las que hoy vive nuestro país.

Las instituciones vinculadas al sector cultural deben administrar responsablemente, al igual que deberían hacerlo organismos del sector salud y educativo, recursos que les permitan operar un sistema de prevención y gestión del riesgo. Lo que implica no sólo destinar un porcentaje de su de por sí insuficiente partida económica a asuntos de formación y educación sobre el riesgo, sino también de generar estrategias de recaudación con empresas privadas y sociedad civil.

Más allá, mucho más allá de las fracturas que sufrieron museos y galerías, salas de teatro, de los daños que sufrieron cúpulas, campanarios y fachadas de las iglesias que han colapsado luego de los recientes sismos, se encuentran afectados un sin número de edificios y espacios públicos en los que la gente realmente construye su identidad. La comunidad se construye a sí misma al formar el complejo concepto de barrio, al apropiarse de sus calles, de los parques, de las casas de la cultura municipales, de cada patio y cada plaza en la que se reúne para mirarse a los ojos, para compartir el tiempo y resolver lo que ahí, en cada grupo social, es importante.

Es necesario reconocer la relevancia de una política de protección al patrimonio cultural de nuestro país —que incluye sus calles— que considere su conservación, recuperación, sostenibilidad y divulgación. Hoy, ante la emergencia que vivimos, se manifiesta la trascendencia que poseen las estrategias de organización vecinal que ocurren cuando se privilegian los espacios de socialización. Cuando los ciudadanos y las autoridades entendamos que la función principal de las edificaciones y las calles es la de armonizar nuestra convivencia y no la de abrir un eje vial para vehículos de alta velocidad, ni la de atrincherarnos tras el anonimato de la enorme barda de un coto privado, ni permitir el robo de dinero público vía la extensión de un permiso, podremos estar frente a un auténtico desarrollo comunitario. 

La diversidad de la cultura requiere de una normativa que sea capaz de particularizar cada tipo de manifestación para su protección. Y el primer paso es el de reconocer el poder del espacio público —como bien cultural— para la integración y la organización social.

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