En el ring con libreta y pluma

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Julio 4, 1910. Reno, Nevada. El país se sostiene sobre el hilo de una expectación que fluctúa entre un negro y un blanco. Los periódicos, la radio, las pláticas en cantinas y billares no tienen otro tema que esta pelea. Y esa expectación lo ha traído hasta aquí. Y aunada a esa expectación, lo sabemos, su indiscutible intuición. El tipo es un sabueso. Trabaja para el New York Herald. Es un sabueso de los buenos, de los que hay pocos; de los que hoy, tal vez, ya no quedan. El ambiente es de emoción contenida, del Este al Oeste del país se cruzan apuestas y se opina sobre quién, al final, levantará los puños victorioso. James J. Jeffries, apodado “la Esperanza blanca” es el retador del campeón, Jack Johnson, llamado “el Gigante de Galveston”. Blanco vs negro. Negro vs blanco. Con todo lo que un enfrentamiento de este calado, en pleno inicio del siglo XX, significa. Máxime en un país del que todavía es posible ver los rescoldos de un racismo exacerbado.

El hombre, vestido con traje sobrio, sombrero y cigarrillo en la boca, entra al lugar. Se acomoda en una esquina cercana al cuadrilátero. Ceremonioso, del interior de su saco extrae una libreta y un lápiz. Sabe que es temprano para la función, bastante temprano a decir verdad. De hecho, llegó a la ciudad más de diez días antes de la pelea. Y es que le gusta hacerse con facilidad de un lugar desde el cual poder mirar, con ventaja, la llegada paulatina de los jueces y el réferi, el poblamiento de las butacas y el descenso por las escaleras, seguidos de sus segundos y ayudantes, de los contendientes, en quienes le emociona descubrir su rostro duro, impenetrable, desencajado de ira. La atmósfera va adquiriendo, con la preparación de este montaje y el nerviosismo que permea en la atmósfera, un tono púrpura, quizá en clara alusión a la sangre que habrá de correr sobre la lona. O en las ciudades, dependiendo del ganador.

Como si midiera cada gesto con la paciente minuciosidad que precisa el joyero cuando desmonta una rareza y valora cada parte, el hombre aguza el ojo, entrechoca las manos, aceita los huesos, y su cuerpo todo se dispone a observar el desarrollo de los rounds. El tipo se llama Jack London —aunque el que tenía en la cuna era John Griffith Chaney— y se gana la vida —o la pierde, quién sabe— haciéndola prácticamente de mil usos. Un día es ladrón de ostras y a la semana siguiente vagabundea en los muelles de Oakland en busca de indigentes que se le parezcan para intercambiar papeles. Aquí en el estadio es periodista. O escritor. O los dos.

Reportea para el New York Herald. Tiene la pluma tan filosa como los sentidos. Y quién podría desmentir que aquí, viendo este enfrentamiento de quince rounds —en el décimo quinto cayó Jeffries para ya no levantarse—, tal vez pensó por primera vez en Tom King, en Joe Fleming, en el Mexicano, en Ponta. Y en la multitud de aquellas arenas que presenció esos combates, como la de aquí, la de Reno, frenética, vociferante, desbocada sobre el encordado y la lona. Pidiendo a gritos el brote del color púrpura en el cuadrilátero. “Quieren ver combates porque aún corre por sus venas la atávica virilidad de Adán”. Escribirá en la crónica surgida ese 4 de julio, que será conocida como “El combate del siglo”.

Desde ese rincón, quizás, entrevió la determinación de acabar pronto la pelea de Tom King, imaginando el bistec que no pudo comerse y que quizá será la diferencia entre no caer sobre la lona y ganar unos dólares. O los ojos del Mexicano, en los que, de quererlo, podría uno encontrar esa cerrazón del hombre poseído por una visión: ganar una pelea para, con la ganancia, financiar armas para la revolución de su país. Y, por último, a Joe Fleming, quien seguro de su victoria llevó a su prometida a la arena, vestida de hombre, nada más para que viera cómo el mismo Fleming se derrumbaba ante un derechazo de Ponta. Fleming acabaría con el cerebro achatado. De estos tres enfrentamientos que componen Knock out. Tres historias de boxeo, nada más el Mexicano levantaría los puños y saldría por su propio pie del encordado.

London, avezado en la reseña de la supervivencia humana contra aquello que se le opone —llámese naturaleza: El llamado de la selva, Colmillo blanco; circunstancias: El talón de hierro; y el ser humano mismo: El combate del siglo y Knock out. Tres historias de boxeo–, tenía las credenciales suficientes para dar forma a ese sueño o pesadilla en el que dos hombres se enfrentan uno contra otro sobre un ring, o en la oscuridad de un callejón –como le pasó infinidad de veces en su vida. “El boxeo es un deporte que está en nuestra naturaleza, y es justo”, decía. En otras palabras, da a cada quien lo que le pertenece. Más aún, lo que gana con sus puños y su aguante.

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