En el filo del viento

823

Ignoraba todo sobre la charrería y sigo ignorándolo. De estética sé algunas cosas, y eso me ayuda a elegir lo que me gusta, ¿pero los niños lo saben todo?
El primer domingo de octubre se abrió con un espléndido sol y fuimos hacia el lienzo charro que se halla sobre la avenida R. Michel, en las inmediaciones del Agua Azul. Cuando uno entra a estos sitios dan ganas de salir corriendo: los olores a estiércol no logran fascinar; pero uno a veces se queda, porque de entre lo nauseabundo puede surgir la maravilla. Entonces nos quedamos para cumplir un deber, que luego se tornó en escritura.
Me resulta casi imposible mirar este jaripeo sin recordar algunos pasajes de Todos los hermosos caballos de Comarc McCarthy, ese alegórico escritor norteamericano que ha descrito la vida de la frontera gringa con México; vienen en seguida, también, algunas imágenes de Texas, en particular de Dallas. Ahora mismo estoy aquí y en Arizona donde los vaqueros (trasnochados) se visten de gala para ir hacia Tombstone para beber alcohol y besar a las hermosas mujeres maduras… Pero, estoy aquí: es domingo y el sol y el viento es nacional. Esos charros no son Red Ryder con su pequeño amigo (indio) Castor —ni aquellas aventuras de historieta que leía cuando niño y me emocionaban con sus guerras en las praderas—; ni estamos en los ranchos donde se doman a los caballos salvajes.
Tampoco estas imágenes proceden de las manos de los dibujantes de historietas del western Fred Harman o Arturo del Castillo. La charrería —escucho a través de las bocinas del lienzo charro tapatío—, “es el deporte nacional por excelencia”.

Vértigo y crueldad
Las alturas y la velocidad me dan vértigo. No me sostengo, luego, con facilidad. Transpiro. Me da vueltas el mundo. Pero en este instante estoy bien. Me ha emocionado un descubrimiento, algo que ya sabía, pero vuelvo a saber. Es hermosa la velocidad de los caballos. ¿De dónde surge? ¿De dónde viene ese pronto cabalgar repentino y veloz? Arranca en un instante y sin vuelo. Desatan su instinto de fuerza hasta llegar a un punto lejano en apariencia y lo hacen visible. Paran y parecería que nunca hubiera existido. Son maravillosos. Hay una belleza caprichosa en esos animales. Ahora mismo acaba de elevar su vuelo ese corcel azabache. Aquel retinto. Ese alazán. Es la velocidad su naturaleza y de allí vienen los caballos de fuerza de los autos, ya lo sabía, pero ahora, en este instante lo compruebo.
De la velocidad de los caballos Góngora decía, refiriendo a unos jinetes de Orán, en un poema: “En el ligero caballo /Suben ambos, y él parece, /De cuatro espuelas herido, /Que cuatro alas le mueven”, pero él no conoció los autos. Uno que sí los conoce es Gonzalo Rojas: “Espíritu del caballo que sangra es lo que oigo ahora entre el galope /del automóvil y el relincho, pasado el puente /de los tablones amenazantes: agua, agua, /lúgubre agua /de nadie: las tres /en lo alto de la torre de ninguna iglesia, y abajo /el río que me llama: Lebu, Lebu /muerto de mi muerte; niño, mi niño /¿Y esto /soy yo por último en la velocidad /equívoca de unas ruedas, madre, de una calle /más del mundo?”
¿Los niños lo saben todo? Lo digo porque uno a mi lado me advierte de la sangre de un caballo y de la crueldad del jinete. Pese a las heridas y a la sangre, si el corcel se equivoca o no desliza su carrera como es su orden, ahora mismo lo golpea y maltrata. Los belfos babeantes. Los orificios de la nariz del caballo jadean gordo, como dicen. Y una niña a mi lado, de apenas casi dos años, en la suerte del coleadero, angustiada grita: “¡Ayó-ayó!…” La congoja en su rostro. Estira sus delicados bracitos imaginando que ayuda a la lastimada vaquilla que ya al levantarse camina con dificultad, pero los charros la vuelven a tirar una y otra vez. Una y otra vez, sin remordimientos.
Menos observador que ellos, yo me deleitaba con el correr de los briosos caballos, e imaginaba el viento roto con su velocidad. Pero ellos que nada saben, todo lo veían. Me descubrieron la sangre en la piel, y un callado dolor del que no sabía o no recordaba, pero era visible en esos animales, más humanos que yo…

Artículo anteriorCarlos Chimal
Artículo siguienteRetratos de Marcha