En La feria de Juan José Arreola

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Confabulario es, probablemente, la obra más representativa de Juan José Arreola. En ella está el poderoso arte de narrar con precisión de orfebre, con el cual nos permite saber y conocer grandes, inaplazables cuestiones antropológicas. Pero, para esta entrega, he preferido presentar mis apreciaciones respecto de la única novela que Juan José Arreola publicó: La feria (1963).

A semejanza de las llamadas novelas de la posmodernidad, Juan José Arreola se ha valido del fragmento y del relato breve como recursos literarios para expresar, en La feria, el mundo de Zapotlán. En La escritura del desastre, Maurice Blanchot ha escrito, por ejemplo: “El fragmento no tiene límites externos ni internos. Su mundo no posee ni espacio, ni tiempo, no admite distinción ante lo anterior y lo posterior, entre el antes y el después. El fragmento connota insuficiencia y decepción, ausencia de totalidad”. En cuanto al relato breve, estoy pensando en lo que hoy se considera minificción, que está, sin dudas, perfectamente funcionando como género narrativo en varios pasajes de La feria.

Por otra parte, en el ensayo “Tiempo y espacio de la novela”, que forma parte del libro Valiente mundo nuevo (1990), Carlos Fuentes, apoyándose en Mijail Bajtin, nos habla de las fuerzas que existen en los espacios del mundo novelado:

[…] la lucha incesante entre las fuerzas centrípetas que desdeñan la historia, se resisten a moverse, desean la muerte y pretenden mantener las cosas juntas, unidas, idénticas; y las fuerzas centrífugas que aman el movimiento, el devenir, la historia, el cambio, y que aseguran que las cosas se mantengan variadas, diferentes, apartadas entre sí (Fuentes 1990: 36).

Teniendo en consideración esto último, observo que la novela de Juan José Arreola presenta, de manera preponderante, la fuerza centrífuga, esto es, que hay un mundo habitado por voces y figuras que aman el movimiento, que padecen el devenir y el cambio, con lo cual se logra que las cosas se mantengan variadas, diferentes y apartadas entre sí. Ejemplo de fuerza centrífuga, tenemos lo que comienza a suceder en Zapotlán, luego de que se ha establecido la “zona de tolerancia”. En este sentido, una de las voces del relato dice: “Ahora somos una ciudad civilizada: ya tenemos zona de tolerancia. Con caseta de policía y toda la cosa. Se acabaron los escándalos en el centro y junto a las familias decentes” (p.75).

En La feria no hay personajes con nombres y apellidos que hagan pensar en hazañas inolvidables, en hechos legendarios o mitológicos, o en acontecimientos cuyas tramas históricas permitan asegurar la existencia de un mundo monumental, de un mundo definido mediante victorias y derrotas. En La feria lo que se ofrece es un coro de voces articulado, en su gran mayoría, a través de tipos sociales y en situaciones muy particulares; el cura, el médico, el campesino, el zapatero, entre muchos otros. Pero en el fondo, muy en lo profundo, lo que subyace en La feria es una tensión histórica: “Antes la tierra era de nosotros los naturales. Ahora es de las gentes de razón. La cosa viene de lejos. Desde que los de la Santa Inquisición se llevaron de aquí a don Francisco de Sayavedra, porque puso su iglesia aparte en la Cofradía del Rosario”.

En la novela hay varias verdades documentadas, entre otras, como la que hace referencia al origen toponímico de Zapotlán: “Nuestra tierra se llamaba Tlayolan, que quiere decir que el maíz nos da vida. Pero los vecinos nos hicieron guerra entre todos. Nos quitaron primero la sal y luego se llevaron las mazorcas, todas, sin dejarnos ya ni un grano para la siembra […] Y entonces Tlayolan se llamó Tzapotlan, porque ya no comíamos maíz sino zapotes y chirimoyas, calabazas y mezquites”.

En síntesis, La feria es un mundo compuesto con diversas voces. Son voces que están más allá o más acá de los acontecimientos en que se narran las grandes hazañas. Son voces que nos cuentan sobre todo aquello que hace viable la experiencia de vivir —como lectores— la profunda esencia de los pueblos de antaño: como Zapotlán.

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