El western como identidad

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    Texas, Nuevo México y Arizona se disputan el privilegio de ser la cuna del western. Sin embargo, fue el cine de Hollywood el que realizó el milagro de ponerlo en el imaginario del mundo. Con ello reivindicó una especie de “identidad” perdida —pero palpitante en la sangre de sus moradores—, y una visión de sí mismos ante los “otros” que unificó en actitud a toda una nación: una de las más extensas del orbe, y con un gran poder político, económico y militar que ha basado su proceder ante distintos pueblos del mundo durante cien años, en las formas adoptadas por aquellos “colonizadores” del Oeste, que despojaron a las tribus nativas de sus tierras, durante el siglo XIX. La épica fue alentada incluso por poetas como Walt Whitman, quien en 1865 escribe:

    Venid, hijos míos de curtido rostro,
    Seguidme en riguroso orden, aprestad
    las armas.
    ¿Tenéis vuestras pistolas? ¿Tenéis vuestras
    hachas de filo aguzado?
    ¡Pioneros! ¡Oh, pioneros!

    La empresa originada por los “pioneros” de la Unión Americana, recuerda a la realizada por los españoles durante el siglo XVI, la cual, sabemos, produjo un temblor entre los naturales y un alboroto en aquellos aventureros que vinieron a explorar, a sacrificar y hasta colonizar el Nuevo Mundo, a la “América inhóspita y virgen”; y de cierta manera fue inspirada por aquellos, pues al declive del Imperio español y con la debilidad de México independiente, aumentaron las posibilidades de expansión de su territorio.
    En 1803, al ceder Francia el territorio de Louisiana abrió, de forma decisiva, el paso a la Conquista del Oeste, que es considerada como “la última gran epopeya del género humano”, según las palabras de Rafael Abella en su libro La conquista del Oeste (1990). A las 13 colonias, entonces, se agregaron Montana, Louisiana, Wyoming, Colorado, Oregón, ldaho, California, Nevada, Utah, Arizona, Texas y Tucson, en una aventura iniciada por particulares, exploradores y alentada por el Gobierno Federal Norteamericano.
    Entre 1850 y 1930 salieron de Europa aproximadamente 52 millones de personas: un 72 por ciento marchó a los Estados Unidos, el 20 por ciento restante a Latinoamérica: a Argentina y Brasil, sobre todo. Y otro tanto a Australia, según las cifras presentadas por Asunción Merino y Elda González, en Las migraciones internacionales (2006). El dato ofrece una interesante forma de ver la importancia de lo que fue esa aventura en el interior del actual país norteamericano.
    En todo caso, la colonización del siglo XIX en el continente americano, dejó cifras más espeluznantes en muerte de aborígenes, fauna y entre los mismos colonizadores.
    La suerte de los “pioneros” con el tiempo se volvió una manera de ser, una idiosincrasia manifiesta y clara que sobrevive, en contra de pueblos indefensos, porque la expansión Norteamericana, de muchos modos, sigue siendo a la manera del Far West.
    Las caravanas que se sucedían hacia los meses de agosto y octubre, durante aquellos años, albergaron a irlandeses, italianos, alemanes, chinos, estadounidenses… una gran mezcla heterogénea de culturas que caminaron a pie, en carretas o mulas por caminos inhóspitos, con la única meta: fundar nuevas ciudades, enriquecerse, tener una vida mejor que la anterior. Oro, tierras y poder: la avaricia en pleno.
    Hoy, Estados Unidos es una nación consolidada. Moderna y actual: una forma que nombramos “primer mundo”, con superciudades y beneficios para una gran parte de los ciudadanos. Pero con persecuciones, pobreza y marginación para las razas distintas. Del Viejo Oeste solamente quedan algunos horizontes y nubes y bosques; pocos indígenas en reservas, pero muchos desiertos y actitudes violentas entre los gringos; y algunos poblados originales, como Tombstone, condado de Cochise, en Arizona, fundado en 1878 y actualmente un magnífico lugar para turistas… sigue siendo una insignia de una identidad específica que perdura en actitudes separatistas en la gran mayoría de los norteamericanos y sus leyes de hoy.

    Tombstone, poblado próximo
    En algún tiempo fue un pueblo vivo, y el trajín de las carretas levantaba el polvo, olía a estiércol de caballos, había peleas constantes en las cantinas, y las mujeres daban calor a los habitantes, forasteros y forajidos en los burdeles, que luego se liaban en riñas por quítame estas pajas. ¿Olía el aire a balas de Colt .45 y rifles Winchester? La gente se paseaba por la calle principal: un teatro, saloons, un hotel, un banco, una expendeduría de abastecimiento, una barbería, una botica, una oficina postal, un alguacil, una cárcel y un ¿alejado? cementerio colmado de tumbas…
    Nos habíamos hospedado en un hotel al filo de la carretera, justo en esta línea directa hacia el norte: el pueblo minero de Bisbee y Tombstone. El invierno había traído vientos helados, lluvias y nevadas que coronaron las montañas y blanquearon a Mont Lemon. La mañana del 20 de febrero había escampado y el sol brillaba con toda su intensidad. Vimos la indicación en las modernas carreteras: Tombstone. Y nos dirigimos allí.
    Nos llevaron a ese preciso lugar donde el tiempo se había detenido, en los clásicos filmes del Viejo Oeste, y en nuestras mentes resonaba, a la hora del arribo, una antología de las escenas y las bandas sonoras de El bueno el malo y el feo, El ílamo, Por un puñado de dólares, El virginiano, La Conquista del Oeste, Los 7 magníficos, La muerte tiene un precio, pero sobre todo Tombstone, uno de los últimos westerns de éxito, que en 1993 había dirigido George P. Cosmatos y cuyos protagonistas fueron Kurt Russell, Val Kilmer, Sam Elliott, Bill Paxton y Michael Biehn.
    Tombstone narró por tercera ocasión los acontecimientos ocurridos allí, la tarde del miércoles 26 de octubre en 1881, en el establo de O.K. Corral, donde la balacera dispuso, como explica la leyenda, al menos treinta tiros en un número igual de segundos. En un acta visible en los documentos históricos de este poblado, afirman que murieron Wyatt Earp, Morgan Earp, Virgil Earp y Doc Holliday que lucharon contra Billy Claiborne, Frank McLaury, Tom McLaury, Billy Clanton y Ike Clanton. Ambos murieron, McLaury al igual que Billy Clanton hoy desconocidos, pero en su momento reales y de carne y hueso.
    ¿A nuestra vista la leyenda? La película se había rodado allí, en el escenario de los hechos y en cada lugar olía a mito y a diálogos cinematográficos. Quedaban los espacios. La calle llena de sol de la tarde. Y las escenificaciones de la mortandad de aquel año ya distante. Pero ahora, en ese justo momento, uno podía entrar y salir y caminar y comer y beber y comprar souvenirs… Cada lugar está intacto y de manera original se expone a los visitantes. Acuden no en masa, sino distantes, al menos esa mañana de febrero.
    Se bebe buena cerveza y a un precio muy comparable a cualquier cantina mexicana. Se comen hamburguesas de carne de búfalo o ensaladas y pastas italianas. Se bebe buen whisky o tequila, porque allí fueron parte de la fundación de Tombstone también los mexicanos. Se mira a los turistas que se han apostado allí y aparecen a toda hora vestidos de cowboys. Y damas hermosas se pasean y visten sus apretados jeans y sus camisas vaqueras a cuadros. Hermosas y esbeltas, beben en las barras. Departen con sus hombres. Juegan billar o se ríen de no sabemos qué. Sueltan sus largas cabelleras en los hombros de sus machos. Salen del saloon y fuman. Son, de alguna manera, los últimos vestigios de quienes hace más de cien años habitaran este lugar. Son pacíficos y amables, distintos a los tombstonianos del aquel siglo pródigo de barbarie y balas. Pero en Arizona la antigua costumbre de la violencia en contra de los otros se refleja en la Ley SB1070, que rechaza a los ilegales mexicanos, cuando este territorio históricamente también les pertenece…
    Baña el ardiente último sol de la tarde los hipogeos de Billy Clanton, Frank y Tom McLaury en el Cementerio de Boot Hill en Tombstone —cuyo significado es lápida o tumba.

    El Gran Chaparral, la última “convivencia” razonable
    Cormac McCarthy, en su célebre Trilogía de la frontera, ha reflejado la antigua vida de los habitantes del Oeste norteamericano de 1800. Ha descrito de manera apocalíptica y otras poéticamente, la relación entre las diversas razas que conforman hasta nuestros días la frontera y los territorios que antes pertenecieron a México y la extinción de los indios americanos de la región. El conflicto fronterizo pervive desde hace doscientos años, y se recrudece con frecuencia adoptando las mismas posturas de aquellos tiempos. Todo es notable en las persecuciones del FBI, los Rangers y la Patrulla Fronteriza de Arizona, donde la gobernadora Jan Brewer ha implementado la ley antiinmigrantes (Ley SB1070), y la policía puede levantar a las personas en cualquier espacio, solamente por la sospecha de ser ilegales y basados en el color de su morena piel. “Esa es la ley del Oeste”, como decía una caricatura de dibujos animados. Al parecer para los norteamericanos todos somos delincuentes, con sólo ser diferentes a ellos; sin embargo, entre las historias más dementes y criminales están las del país del Norte. Baste recordar a los más cercanos al western: Búfalo Bill, Butch Cassidy, Bonnie y Clyde. Quizás la última convivencia entre mexicanos y norteamericanos fue en la serie de televisión El Gran Chaparral (1961), pero eran tiempos idílicos y comerciales de la industria. No la realidad. La realidad está en las calles de Tucson y Phoenix, y como ha dicho Borges: “De ese espejo que nos mira, obtenemos lo que debemos mirar”.

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