El vuelo infinito

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    Félix Baumgartner abre la escotilla de la estratosférica cápsula y está listo a entregar su cuerpo al abismo. A 39 kilómetros bajo sus pies, en el desierto de Nuevo México, está su familia esperándolo, y por todo el mundo los millones de espectadores que aguardan la caída del héroe sin alas; quizá deseando lo mejor, quizá con el morbo de contemplar una mediática desgracia. Lo que sigue para él son 10 minutos inasibles y perpetuos, con un frío que medra, con el ahogo del aire que se escapa y el irresistible sopor azul de un cielo que no cesa de girar, al que Félix tiende sus manos en un inacabable abrazo, mientras la Tierra lo reclama.
    Poco importan los récords abatidos, la millonaria tecnología y un ejército humano que registra con minucia el reality show con barniz científico de este Ícaro invertido. Lo de Baumgartner es ante todo un acto de fe, de valor en sí mismo y en la nada; el salto a la sima interior que confronta los apegos y la fragilidad carnal con la ausencia y el vacío. Un traje presurizado y una escafandra pueden proteger de la asfixia, de la radiación solar y la ebullición de la sangre, pero no de la opresión del silencio de quien tiene que situarse por encima del griterío y la devastación de la vida, para contemplarla en su irrisoria dimensión. Luego tragarse el latido y el respiro –las fieles compañías– antes de desandar el camino.
    Es inevitable preguntarse por qué alguien habría de arrojarse voluntaria y serenamente al precipicio. Félix Baumgartner poseyó una doble posibilidad negada a cualquier hombre: montarse en la velocidad del sonido y tener casi por absoluto la inapreciable certeza del momento de su muerte; la premeditada ocasión de paz y liberación, pero también de religiosidad. Cuando años atrás se lanzara en paracaídas desde la mano del Cristo de Corcovado en Río de Janeiro, justificaría su hazaña diciendo que aunque no valía la pena morir en un salto, tenía algo de gloria hacerlo desde esa imponente estatua de Jesús. Esta vez ha ido demasiado lejos para buscar una palma en que apoyarse.
    Una vez de lado la introspección y la trascendencia, la necesidad de Baumgartner por separarse del suelo y encontrar la gloria lo ha hecho un héroe ante la gente. El pasado de saltador clandestino de edificios emblemáticos en su juventud, no es otra cosa que las pruebas y juegos del aprendiz que deviene en brujo celeste, al que medios comunicativos y patrocinadores han acogido como hijo pródigo. El propio deseo de aventura de los millones de habitantes del planeta que a diario transitan su vida entre la monotonía y la mediocridad, que difícilmente correrían el riesgo de apartarse de sus celulares y computadoras, los hace sentir plenamente identificados con la figura del que abandona el mundo para encontrar su destino. Sin embargo, cuando apaguen el televisor o cierren YouTube, olvidarán que ellos deben dar sus propios saltos detrás de las cámaras.
    La humana estrella rueda por el cielo. Luego extiende su capa y contiene el pedazo de aliento que desliza el tránsito de su descenso. Tres o cuatro pasos flotantes que parecen temer reencontrar su origen, y de rodillas al suelo, el blanco extraterrestre termina su viaje. Aterriza un helicóptero y de su interior a toda prisa surge un fotógrafo para disparar sin tregua sobre la aturdida criatura. Lentamente se despoja del casco que lo aprisiona, pero su rostro, su cuerpo han desaparecido. El verdadero Baumgartner aún sigue arriba, volando.

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