El verdugo en el espejo

    1044

    A un miembro del linaje de verdugos apellidado Samson, correspondió, entre otros, ejecutar la condena impuesta al frustrado asesino de Luis XV, R-F Damiens, en 1757. La ceremonia incluía atenazar y quemar algunos miembros, así como descuartizamiento. Por la debilidad de los caballos para realizar esta última operación, fue forzoso recurrir a cortes en el cuerpo que facilitaran dicho trabajo. Luego de horas, se consumieron en las brasas sus restos.
    Ritos semejantes al anterior, inspiraron a Beccaria y otros más, blandiendo la insignia ilustrada, a sentar las bases del moderno derecho penal, en el que, a decir de Foucault, la ceremonia de carne y sangre fue sustituida por celdas y cerraduras. Ritos que se apegan a un código puntual, en que los tormentos físicos, realizados con exactitud milimétrica de un culto, ceden para instaurar la búsqueda de una reeducación del alma.
    Mecanismos del antes y del después, imposibles de analizar en este breve texto, que es sólo pequeña ventana hacia la polémica figura de los ejecutores. Escribe Foucault que en el castigo-espectáculo (como en el caso de Damiens), el horror cobijaba tanto al verdugo como al condenado, y pese a ser diversas las percepciones respecto al último, por lo general éstas eran de compasión o admiración.
    Frecuentemente la violencia legal del verdugo fue considerada infamia; después será la condena la que imprima un signo negativo al delincuente. Cada uno de esos papeles desplegará y desarrollará una literatura en la que el rol que juega el crimen será acorde con los dispositivos de poder-saber presentes en cada época.
    Destino ambiguo de la figura del verdugo, de la que los documentos oficiales no informan: qué hizo Samson luego de aquel exhaustivo día (qué bebió, qué soñó, cuáles eran sus pensamientos o sentimientos respecto a Damiens, respecto a sí mismo…) Aún en la ficción, parece que sólo se nos presentan sombras.
    En la antigua Grecia, las Erinias son aborrecidas por mortales y dioses. Los delitos de diversa índole eran perseguidos de manera implacable por estas horribles mujeres, de cuyos ojos en vez de lágrimas brotaba sangre, y que parecen compartir esa amarga condición de los verdugos: ¿encarnaciones de la crueldad?, ¿seres destinados a la melancolía, a la marginalidad?
    El autor sueco Pär Lagerkvist, en El verdugo (1933), obra leída como denuncia del racismo y los totalitarismos, sitúa a su personaje al fondo de una taberna, con la marca infamante de su oficio en la frente. Enigmático e inicialmente imperturbable a las terribles narraciones que circulan entre el aguardiente: sobre sus poderes cuasi sobrenaturales, dada su proximidad con el mal; sobre lo curativo de la sangre de las víctimas; sobre su soledad…         El ambiente de la taberna va tomando una fisonomía enardecida: las palabras y los gestos se espesan. Las apologías hacia la violencia, la guerra y al propio verdugo se acrecientan al ritmo del alcohol. Hasta que el hombre vestido color sangre, habla de su “asfixiante destino”, de su condena infinita en medio del silencio, del frío, para dar cumplimiento a una justicia que otros han decidido, pero a un tiempo, rechazado por esa sociedad tan necesitada de su rol: “¡Vuestra sangre me ciega! ¡Soy un ciego cegado por vosotros y vosotros son mi prisión de la que no puedo escapar!”.
    Subraya Erman (La cruauté, 2009), que: “En tanto que funcionario de la muerte, no puede sino identificarse con su papel de ejecutor, dado que, por una parte, ha consentido ejercerlo… por otra, él no quiere ni debe conocer las razones ni pruebas que establecen la culpabilidad de los condenados o la decadencia de las víctimas”.
    La figura del verdugo que se erige como modelo de la humanidad (víctima él mismo, como ocurre en el relato visto y, más próximo en el tiempo, en Las benévolas, de Littell), es atacada incluso en los terrenos del arte por Charlotte Lacoste (Séductions du  bourreau, 2010), quien señala la alteración de valores efectuada hasta llegar a dicho modelo.
    La polémica, pues, se prolonga desde lo cotidiano hasta la reflexión histórica, filosófica, jurídica, etcétera, para ser señalada incluso en el ámbito artístico. Figura ambigua, contradictoria, pero que ineludible y fatal refleja su marca en nuestras frentes.

    Artículo anteriorRubén Olmo
    Artículo siguienteAcuerdos y Dictamen Comisión Especial