El rostro del barrio

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    “Caifán es el que las puede todas”, dice El Azteca y luego suelta su risita obscena. Quien recuerde este personaje desaliñado y vulgar, enfundado en un viejo traje con la corbata descompuesta, sabrá que ese tipo de mirada torva, con bigote y barba rala, es el joven Ernesto Gómez Cruz, en su primer papel cinematográfico, a través de la película Los caifanes (1966), del director Juan Ibáñez, y la cual le valió obtener una Diosa de Plata.
    Después de 47 años de ello y más de 150 películas en su haber, el FICG 28 brindará un homenaje a la trayectoria de este actor incansable, y que ha logrado ser presencia indispensable en filmes relevantes en México, a la par de otros menores, pero que sin duda demuestran que ha podido con todos los personajes que le fueron encomendados en casi cinco décadas.
    Gómez Cruz nació en Veracruz, en 1933, y él ha dicho que la vocación de ser actor le vino a una edad no temprana, sino “rayando los 30”, y casi de manera fortuita, por un amigo que lo invitara a hacer una obra de teatro, y de lo cual no tenía ni la más mínima idea de cómo actuar. El azar y el empeño habrían de llevarlo con su grupo teatral a la ciudad de México, donde realmente iniciaría sus estudios y carrera, en medio de un cliché romántico, en donde el provinciano llega sin un peso a la capital y logra abrirse camino entre los mejores. El inicio sería estudiar en Bellas Artes y con maestros de primera talla en esos momentos, mediante la beca que gracias a su empecinamiento por aprender consiguiera.
    Pese a esa formación, Ernesto Gómez Cruz admite que lo que menos ha hecho en su carrera es teatro. Sin embargo, eso no ha obstado para que siempre estuviera dispuesto a aplicar y “demostrar” sus conocimientos, en sus trabajos fílmicos. Al fin y al cabo no se considera a sí mismo si no “solamente un vehículo”; alguien que habrá de darle ropaje y personalidad a los caracteres interpretados, pero haciéndolo de manera verosímil, sobre todo en aquellos argumentos que requirieron personajes “fuertes y polémicos”, y que si los directores depositaron su confianza en él fue, asegura Gómez Cruz, por su talento, pero también su fisonomía, es decir, a su propia vivencia física y emocional. Sus mejores papeles, aunque de igual modo sea visible en todo su trabajo, están imbuidos en la mexicanidad; en el contexto de la realidad de la que él los ha dotado, y que por ello se volvieron creíbles.
    Ernesto Gómez Cruz tan sólo cursó la primaria, pero eso no le ha impedido ser grande. Si cuando iba a la escuela su mente se dispersaba en asuntos que en nada favorecían sus calificaciones, si alguna vez siendo joven hizo de “vago”, que en Veracruz se arrojaba al agua por rescatar las monedas que le obsequiaban, o si tuvo que ejercer varios oficios, entre éstos el de cargador de muelle, fuera de menoscabar su capacidad dramática, la ha enriquecido. Aunque haya podido estudiar con maestros que le hablaran sobre técnicas y teorías dramáticas, con él no va eso de la intelectualización actoral. Al verlo trabajar o en entrevistas, sin que deje de haber un distanciamiento con sus roles interpretativos, es obvio que es un todo apegado a México, al pueblo.
    Si hay un precepto que no ha olvidado, sino que pregona a sus discípulos y pone en práctica al desarrollar sus caracteres, es aquel dicho por Stanislavski sobre que el actor debe cuestionarse quién es, de dónde viene y a dónde va.
    Gómez Cruz vive sus personajes, en lo que califica de un juego en serio, pues dice que el mejor libro es la calle, así que está convencido de que hay que abrir la puerta y salir a buscar a las personas, estudiarlas e inventarles historias; imaginar lo que llevan dentro para ser así, y entonces al ser éste su “análisis del texto”, la inspiración y el fundamento de sus creaciones surgiría con espontaneidad, aunque para ello también tiene que “hablar” a solas con sus personajes en su vida cotidiana o en el set, para con ello evocarlos y animarlos; reconstruirlos en un diálogo de una cómplice dualidad.
    Para apreciar el profesionalismo y entrega de Ernesto Gómez Cruz, el FICG 28 programará cinco de las películas que han tenido trascendencia en la labor de este actor: Cadena perpetua (1979), El imperio de la fortuna (1983), ambas de Arturo Ripstein; La víspera (1982), de Alejandro Pelayo; Paty chula (1991), de Francisco Murguía, y la ya mencionada: Los caifanes. 

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