El retorno a la palabra

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A veces es necesario volver. Volver a algo, a lo que sea. A lo que se sabe, a lo ido, a lo que sorprende. Como si en ese retorno se hallara el modo de acometer lo venidero. Una vieja canción pregona que hay que creer, en algo o en alguien tal vez, pero creer. A eso me refiero cuando escribo que hay que volver: es una necesidad que acicatea y que, por más descabellada que pueda parecer la premisa, resulta un acierto cuando se levanta el telón y no presenta el espectáculo esperado. Y porque no lo presenta hay que buscarlo. En ese retorno, más que un retroceso —como podría considerarse— está contenido un ir hacia delante, por más que los pasos se den en reversa. Hacia atrás ni para tomar vuelo, se dice, pero sí para reencontrar la ruta. “Nos volveremos a ver”, canta Andrés Calamaro con la seguridad sempiterna de quien ha programado el sitio y la hora en que sucederá tal cosa. Hay que creer, entonces, hay que volver.

Cada quien sabe a dónde tiene que retornar, qué es lo que le funciona como leit motiv para rodar su película entera. En mi caso, debo decir que a la literatura, a libros nunca abiertos o releídos hasta la saciedad. Al escribir esto no puedo no pensar en aquella frase que Mario Levrero anotara en su libro El discurso vacío: “Estoy enfermo de literatura”. La literatura es uno de esos sitios a los que hay que volver, continuamente, para hallar los destanteos, los dolores, los dramas, las serpentinas que de otro modo pasarían desapercibidos. A la literatura se vuelve como se retorna a un viejo parque, a la primera casa, a una antigua acera soleada, a una roñosa birriería en que se comió con amigos tal vez ya muertos. A lo que se precisa, en suma.

A mi abuelo, bajo un sol verde de asbesto y sentado en una silla de mecate, se le veía metido en la lectura de la Biblia. Volvía a ella cada tarde, con una sed bastante arraigada. De niño lo intuí, pero sólo ya mayor me daría cabal cuenta que de esas letras él sacaba para ir viviendo. Acabada su lectura, apenas levantarse de la silla, los ojos ya traían un brillo renovado y de su rostro emanaba una alegría profunda, que le alcanzaba hasta la tarde siguiente. Tras esa hora metido entre versículos se le veía como un hombre que sabía de qué color permanecían las cosas, así hubieran adquirido una tonalidad grisácea. Guardando las distancias con lo aprendido y aprehendido por el abuelo, podría decir que una cosa semejante me sucede con algunas lecturas, con unos cuantos autores. Por ejemplo, con Clarice Lispector: en ella hay un modo en que la literatura trata de empatarse con la vida en una carrera parejera. Una amiga afirma que Clarice es Dios. Ni más ni menos.

Traducirse a sí misma
En Clarice queda de manifiesto que su escritura era la vía más a la mano para poder encontrarse a sí misma. No obstante que ese verse frente a frente consigo le implicara un temor permanente y una sorpresa que muchas veces no supiera manejar. En Aprendiendo a vivir y otras crónicas confesó: “Tengo nostalgia de mí. ¿Dónde está yo? Necesito… encontrarme por fin —por fin, pero qué miedo— en mí misma”.

Julio Ramón Ribeyro en sus Prosas apátridas consignó que “ser escritor es convertirse en un extraño”. Y si ser un extraño pasa por una identificación primaria que considera las primeras motivaciones de la escritura, Lispector cabría en este apartado. Lo que sucede, sin embargo, es que Clarice no inventaba, sólo contaba, no divagaba, sólo contaba, no imaginaba, únicamente contaba y si traducía trataba de hacerlo con ella misma, es decir, se traducía a sí misma en esos moldes hechos por sus manos: sus cuentos, crónicas y novelas.

Coincido con quienes aventuran que el ejercicio narrativo para Clarice, más que un oficio o un hacer aprendido, como se aprende uno los nombres de las calles para no extraviarse, constituía una necesidad vital. “Es en la hora de escribir que muchas veces me vuelvo consciente de cosas que no sabía que sabía”, diría en una entrevista. Este desconocimiento incluso, que podría rayar en esa falsa pose tan de molde y acomodaticia para los escritores, en ella alcanza una apoteosis que tiene su cristalización en Lazos de familia, su primer libro de cuentos. Aquí aparece un conjunto de mujeres que de pronto se les revela el mundo: no ese en el que viven inmersas sino ese otro que aparece apenas se abren bien los ojos. Revelaciones cotidianas que tienen mucho de maravilla y otro tanto de dolorosa realidad: “Nadie me da nada. Estoy sola en el mundo”, dice Ella en “Preciosidad”. Y nada le daba nadie a Clarice, por eso lo escribía.

En el mismo libro de Prosas apátridas Ribeyro más adelante anota: “Se debe morir para la vida si se pretende ser cabalmente un creador”. Porque cada que se escribe se renace de alguna forma. Porque de cada cansancio gestado ante la página en blanco surge un modo de irle restando días a la muerte. En La hora de la estrella —novela en la que muchos críticos han querido ver el manifiesto literario de Clarice y que apareciera publicado pocos meses antes de que muriera de cáncer en un hospital—, Lispector da el cerrojazo final a los deslumbramientos a los que nos acostumbró en su narrativa, esos fogonazos emparentados con sensaciones más que con certezas que pudieran palparse: “Si todavía escribo, es porque no tengo nada más que hacer en el mundo mientras espero la muerte. La búsqueda de la palabra en la oscuridad”.

El poder de su palabra
Aun cuando se distrajera con los acontecimientos del mundo, o precisamente por contemplar ese transcurrir cerca de sus ojos y de sus manos, Clarice retorna a la escritura como quien vuelve a lo que le es imprescindible. Necesidad vital, decíamos. Cosa que se vería interrumpida con ese único peligro que se tiene en la vida, la muerte. En el cuento “El huevo y la gallina” de Felicidad clandestina anotó: “Se denomina sobrevivir a mantener la lucha contra la vida, que es mortal”.

Pero cuando vuelve a su escritura lo hace, cada vez, en plena posesión de esa babel de palabras a la que le fue dando forma con cada nuevo texto, y que difícilmente encuentra parangón en la literatura universal. Cerca del corazón salvaje significó su debut, bien acogido por lectores y crítica. En tres décadas de escritura daría vida también a La pasión según G.H., La manzana en la oscuridad, Aprendizaje o El libro de los placeres, La hora de la estrella, Lazos de familia, ¿Dónde estuviste de noche? y Viacrucis del cuerpo, entre otros. 

Con Lispector se corre el riesgo de no dimensionar el poder de su palabra, encandilados por la prosa, por el conjunto en sí. En la oscuridad, prácticamente, buceó para encontrar esa palabra. Después, ya en la superficie, se dedicó a dotarla de una notoriedad que ya no perdería más. Pero esa palabra no le alcanzó para decir todo lo que quería decir, le fue insuficiente, le fue dolorosa, le fue retirada por la muerte, le fue vedada de sus ojos. “En la punta de la palabra está la palabra”, se lee en “Es allí a donde voy” de ¿Dónde estuviste de noche? Al final de la palabra empezaba otra palabra, era la misma palabra y otra palabra, porque ella, Clarice, estaba allí. La palabra como artífice de la palabra, como gestadora de ella misma. Y ella, a su vez, de la palabra. Dice Valeria Iglesias que “incorporar la muerte a la vida y sobrevivir fue su personal e inevitable manera de ser y escribir”.

Clarice, decíamos, no hizo otra cosa que traducirse a sí misma. Esta podría ser la explicación toda de su narrativa. Y sostuvo con dolor y alegría al mismo tiempo que, por más esfuerzos que hiciera, no podía ser otra. “A la orilla de mí estoy yo. Es allí a donde voy”, escribió. Una mujer que todo el tiempo estaba a la búsqueda de la gracia —que se entiende como la condición para apreciar lo que sucede y contarlo con tanta fidelidad como fuera posible. Porque pretendió siempre no imaginar, únicamente sentir, que le resultaba más díficil pero que era la cumbre de lo que entendía como saber vivir. En Aprendiendo a vivir y otras crónicas se lee: “Hay días tan áridos y desérticos que daría años de mi vida por unos minutos de gracia”. Confesó que las palabras que conocía no le eran suficientes para escribir lo que quería decir, pero que estaba imposibilitada para inventar otras. Por eso le fue fiel a la palabra. A las palabras. A sus palabras. De modo semejante a esto que dejara Mario Levrero al inicio de Diario de un canalla como explicación de su vuelta a la escritura: “Estoy nuevamente acariciándome y nutriéndome con palabras. Las dejo fluir”.

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