El reloj de Adorno

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La empresa Samsung, una de las que disputan el liderazgo en la fabricación de dispositivos electrónicos, acaba de presentar un nuevo producto con el cual tienta al futuro: un reloj que se comunica con los teléfonos fabricados por esta misma compañía, y que por lo tanto permite revisar el correo electrónico o hacer fotografías y videos, entre otras actividades que ahora parecen imprescindibles en la vida diaria, sin utilizar directamente el teléfono.

Ahora se espera el contraataque de los competidores comerciales de la marca surcoreana y se augura toda una guerra por el mercado de los nuevos relojes.

Ciencia de medir el tiempo
Una de las batallas que recibirán mayor publicidad entre las empresas tecnológicas de vanguardia, se materializará en el pequeño universo de los relojes. Y, sin embargo, esto no es nuevo. Desde hace varios siglos que la relojería es el espacio del ingenio que mezcla la ciencia con el arte. Por ello viene al caso recordar ahora a un personaje singular: Juan Nepomuceno Adorno, de quien apenas conocemos algunas pistas, pocas fechas, ciertos textos.

Lo poco que sabemos de Adorno lo conocemos a partir de su propia evocación de sus orígenes: “Algunos libros, colores y pinceles, un telescopio de pequeñas dimensiones, un teodolito y algunos aparatos físicos y químicos, eran no sólo los compañeros de mi soledad, sino los tesoros de mi vida, y así ésta se amenizaba e instruía con la práctica de aquellas ciencias y artes que estaban al aislado alcance de mis recursos (…) Me aficioné a la pintura, y mis pinceles retrataron la belleza del paisaje. Me ocupé de la astronomía, y las cálidas noches de aquel clima me mostraron prontamente todos los planetas que se perciben a la simple vista”.

Alejado de las (pocas) academias en México y de las sociedades literarias y científicas disponibles entonces, el propio Adorno guió, supervisó y evaluó su formación, científica, artística y humanística, en la más generosa de las acepciones. Aislado de la sociedad culta de sus días, Adorno se ocupó de la agricultura —específicamente del cultivo del algodón y del tabaco—, de la industria y la tecnología de diversos afanes —molinos de vapor, entre un sinfín de artilugios— y vivió en variados parajes: Cuernavaca, Puebla, Ciudad de México, Londres.

También supo que el tiempo debe ser medido y deberá ser medido por siempre y se ocupó de comprender y usar las ideas de Galileo Galilei sobre el movimiento pendular, la solución de Christian Huygens para fabricar una espiral metálica basada en el sistema de torsión de un muelle, acoplado a un volante y un escape. Revisó con inusitado talento la variación de forma y grosor de los materiales a partir de la temperatura, calculó las características exclusivas de engranajes, resortes, ruedas y barriletes diminutos.

Un reloj impar
Inesperadamente parió un reloj absoluta, rabiosamente original, hacia 1875, cuya sola descripción resulta ensoñadora: fabricado de manera individual por su inventor, quien lo firmó en el mismo mecanismo.

Elaborado en oro y esmalte, cuenta con repetidor de minutos y segundero independiente, calendario y fases lunares. Está dotado con un balance bimetálico de compensación y botón para ajustar la hora, su carátula contiene un mapa móvil del hemisferio sur visto desde el polo sur, pintado en turquesa y decorado con tonos beige, enmarcada en un anillo azul de acero.

Numerales grabados en acero con forma de estrellas y una ventana a las 12 en punto, que muestra el mes, día del mes y día de la semana. Una manecilla independiente marca intervalos continuos de un segundo. El frente también presenta un área sombreada de manera semicircular para señalar las horas nocturnas. Al reverso se localiza otra carátula semejante, pero con un mapa del hemisferio norte, visto desde el polo norte. Todo en un diámetro de 53 milímetros. Una pieza magistral, incluso excéntrica (porque Adorno ni siquiera era un relojero de tiempo completo).

Tal prodigio de la ciencia y la tecnología fue vendida hace poco por la casa de subastas Sotheby’s, por una cantidad menor al rango en que lo había cotizado la propia casa de subastas. Y con el exilio de este artilugio hemos perdido un pedacito de la vapuleada historia de nuestra ciencia.

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