El provocador de figuraciones

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La historia de esta novela se reduce
al hecho de que la historia que en
ella debía ser contada no ha sido contada.
Robert Musil
El hombre sin atributos

El espejo borgeano fue un vaticinio. La imagen que devuelve el espejo es igual a la que se proyecta en él: sucede lo mismo de un lado y de otro, mas el fondo es totalmente distinto. El crítico Northrop Frye decía que “la literatura nace de la literatura”. O lo que no es lo mismo pero es igual, nada nuevo hay bajo el sol. En el cine Hal Hartley llevó esta tesis a los extremos: en su filme Flirt (1995) en tres ciudades (Nueva York, Tokio y Berlín) con personajes distintos suceden tres historias bastante parecidas (por no decir iguales), y los diálogos son exactamente los mismos. ¿Qué quiere decir esta locura? Roland Barthes apuntaba algo que pudiera servirnos de luz: todo está hecho de las mismas palabras: las mismas cosas, incluso los mismos amores. Todo, por consiguiente —en literatura—, está hecho de modo semejante.

Durante su adolescencia en Adrogué, en los días previos a su mudanza definitiva a Mar del Plata por la situación política de su padre —un “peronista de toda la vida”, recién salido de la cárcel—, Ricardo Piglia (Adrogué, Buenos Aires, 1941) comienza a escribir un Diario que lleva hasta la fecha. Era el año 1957. En la primera anotación en ese cuaderno (el 3 de marzo), escribe: “Jugar al billar es simple, hay que estar frío y saber anticipar”. Más allá de la posición del taco y las carambolas, Piglia quizá quiso decir: en literatura hay que saber anticipar, estar frío y saber anticipar. Pero, ¿anticiparse a qué, a quién? A la historia que se cuenta y al lector, por supuesto. Pero también a lo ya dicho, a ese juego diabólico de la reinvención.

Piglia es un narrador que sabe engañar: provoca que el lector haga suposiciones atraído por un anzuelo que, al final, no es el indicado. Y el narrador, demiurgo como tal, asesta una pista esclarecedora o anuda dos líneas que proseguían hasta entonces paralelas. En el relato “El fluir de la vida” (Cuentos con dos rostros, 2004) cuenta una historia que, en el fondo, son dos, tres e incluso cuatro: Lucía Nietzsche y el Pájaro Artigas, Lucía Nietzsche y su padre, su padre y el asesinato de su madre y todos ellos en una sola trama. O “En otro país”, una suerte de relato y tesis narrativa, o en “La mujer grabada” de Formas breves (1999), con la relación no aclarada de una mujer y el novelista Macedonio Fernández a la par de su tragedia de acabar en un psiquiátrico. El secreto de Piglia está en “parecer un mentiroso cuando dice la verdad”. Porque para él tal cosa es narrar.

Cuando con lo que se dice no basta, cuando no le es suficiente al que lee, surge el destanteo. No hay claridad al respecto, pero la bruma es tanta que resulta suficiente indicio para saber que no se tienen todas las cartas en la mano. De ese destanteo casi extenuante está poblada la narrativa pigliana. Hay en ella una impresión de vida sin destino, de numerosas posibilidades y pocas certezas, estado semejante a aquel del personaje de Mario Levrero en La ciudad (1999), que en medio de la noche, bajo la lluvia, extraviado en los caminos, detiene al único vehículo que ha visto pasar por horas y pide: “Por favor, permítame subir, lléveme a alguna parte”. Sólo quiere irse, no importa que no tenga un nombre ese sitio. “…he tratado de construir mis relatos a partir de lo no dicho, de cierto silencio que debe estar en el texto y sostener la tensión de la intriga”, le dijo Piglia a Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano (entrevista en La historia de la literatura argentina, 1982).

El sabor que queda en la boca es doblemente grato: por un lado, lo narrado resulta explícito, con todos sus elementos a la vista; pero lo que se intuye, lo que se sobreentiende y a lo que apenas se hace alusión vienen a coronar un texto que, por ello, se prolonga ad infinitum. Los relatos de La invasión (1967), de Cuentos con dos rostros y su novela Respiración artificial (1980) asoman con semejante estructura: parten de lo no dicho, dan brochazos de una tesis narrativa y acaban en una historia que se desdobla, en un objeto que se astilla en milésimas partes. Lo vivido (ahí está su Diario), lo imaginado, lo que se presencia, lo que trasciende a los demás pero que nadie lo entiende como para ponerse a contarlo, eso es lo que Piglia escribe. “En otro país” lo anotó: “Narrar es fácil… si uno ha vivido lo suficiente para captar el orden de la experiencia”.

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