El poeta que contempla

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La condición de un hombre está dada en gran medida por su pensamiento. Y Fernando Pessoa se concebía como un tipo solitario. Un hombre que con toda intención redujo a la mínima expresión su contacto con la gente. “Soy tímido y no me gusta dar a conocer mis angustias”, apuntó en sus Escritos autobiográficos, automáticos y de reflexión personal. Vivió y murió en el ostracismo, casi inédito, como un maniquí en un escaparate sin luz. Ahora la soledad es un estado semejante a la peste, una condición que provoca escarnio, rechazo. Por eso Pessoa no es de estos tiempos, humanamente estuvo solo, siempre solo; y lo sabía. Se dice que hay que estar loco —o triste de muerte— para beberse un trago a solas, para departir con sus demonios íntimos. Él lo hacía: “Yo era un genio, percibí la verdad”, escribió en su diario, “y también vi esta otra verdad: que, siendo un genio, yo era un loco”. Era un tipo retraído en los laberintos poéticos y existenciales que se abrían paso en su cabeza mientras redactaba cartas comerciales. Ciegos son todos los hombres, pero el poeta “¿estará más cerca de conocer la eterna verdad?”.

Siguiendo a Paul Valéry, en la poesía podemos reconocernos, hallar el punto sin retorno. En el prefacio de su Libro del desasosiego, Pessoa escribe que, a mediodía, frecuentaba uno de tantos pequeños restaurantes que había en Lisboa, donde en una ocasión descubrió a un hombre que “al principio no había logrado interesarme”, pero que al fin llamó su atención. Es posible que hable de sí mismo: es Pessoa ante un espejo, como el paseante que busca en los transeúntes su reflejo. Esta aparición justifica, de cierto modo, su desdoblamiento en sus decenas de heterónimos: esas voces que, como afluentes de río hacia el mar, desembocan en el lisboeta. “Se fijaba extraordinariamente en los presentes —reflexiona en ese prefacio—; no los observaba como quien investiga, sino como interesándose por ellos sin querer concretarles las facciones o detallarles las manifestaciones del carácter”.

Dice Pessoa que el hombre no es más que un insecto zumbón que choca continuamente con el cristal, empecinado en tratar de atravesarlo: la condición humana tan propensa a abismarse ante la imposibilidad. El hombre busca por todos los medios saberse único, victorioso, aleteando del otro lado del cristal. Pero en su extravío, en su ensimismamiento hay quienes, resalta Pessoa, se alejan del vidrio, ciegos, y creen, pasado un rato, que ya lo han atravesado. El autor de El banquero anarquista debutó como crítico antes que poeta —a los veinticinco años publicó el artículo “La nueva poesía portuguesa”—, y decía que manufacturamos realidades imposibilitados como estamos de soñar sin permiso, o de no saber pensar el sueño que se tiene. “Que los Dioses —escribe—, si son justos en su injusticia, nos conserven los sueños”.

Una de las grandes lecciones de Pessoa es que él mismo es un personaje. Aquel adagio que escribiera Arthur Rimbaud, “Porque yo es otro”, lo contiene y lo expande a un mismo tiempo. En sus heterónimos encarna un drama poético que, frenética pero ocultamente, llena hoja tras hoja y hace cantar a un gallo que ignora la noche. La vida diaria para el poeta portugués adquiría sentido en el acto de la escritura, como para Julio Ramón Ribeyro al encender, apenas tras abrir los ojos, su primer cigarrillo. “…el abatimiento, la inmovilidad de la angustia fría, cubrían tan regularmente su aspecto que era difícil descubrir cualquier otro rasgo”, continúa describiendo a aquel tipo del entresuelo lisboeta. Aventuro que lo que hizo fue ver pasar, como una película, la vida que le tocaba vivir. Esta frase de su tratado para el desasosiego lo apuntala: “El corazón, si pudiera pensar, se pararía”.

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