El nuevo viejo oeste

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Los hermanos Ethan y Joel Coen no se muestran muy contentos cuando los periodistas se refieren a su película más reciente como un western y un remake. Tienen razón, no suena halagador describir Temple de acero (True Grit) como un refrito de vaqueros sobre una niña de 14 años (Hailee Steinfield) que contrata a un alguacil tuerto (Jeff Bridges) para atrapar al asesino de su padre.
Pecaminoso exceso de simplicidad. Los matices saltan pronto y definen con más certeza las circunstancias del filme: sí, el título y el argumento son idénticos a la obra que le dio el Oscar a John Wayne en 1970, pero es porque ambas son adaptaciones de la misma novela de Charles Portis, y sí, hay tiroteos a caballo, fogatas en descampado, víboras venenosas, recompensas, whisky, cigarrillos liados y suertes con el lazo, pero no es un ensayo del género, según dijo Ethan en el podcast semanal de Jason Solomons en The Guardian: “Lo hicimos más bien porque nos entusiasma la novela […] que no es tampoco una novela de género western simplemente”.
Con todo, el aire de praderas en el Sur profundo de Estados Unidos, los rescoldos de la Guerra Civil, las figuras del forajido (Josh Brolin), del solitario cazarrecompensas (Matt Damon), y la rampante justicia en las propias manos son elementos suficientes para detonar en el espectador el ambiente mitológico que tanta tela para cortar ha dado a los críticos: en la línea de sucesión del caballero medieval, comparable con el gaucho argentino y el ronin japonés, la tradición del vaquero ha vivido un resurgimiento en los últimos años que no va a detenerse pronto, según se augura desde los tráilers: Cowboys vs aliens promete llevar la batalla entre la civilización y lo salvaje a un nivel hilarante.
Por su parte, Paramount ha querido asegurar su inversión y el éxito en taquillas con un despliegue publicitario que no ha podido pasar desapercibido. Y es que se trata de la producción más cara de los Coen: con un presupuesto de 38 millones de dólares, supera por mucho los 26 de ¿Dónde estás hermano? (2000), los 25 de Sin lugar para los débiles (2007), y ni hablar de los siete que costó hacer la impresionante Un hombre serio (2009), una comedia negra ambientada en los años 60.
En Temple de acero, la precisión en los detalles de época vuelve a ser un elemento clave para la correcta interpretación de la historia. Incluso Jeff Bridges ha aprovechado las pausas en el rodaje para fotografiar con su cámara Widelux ese verosímil viejo Oeste, de repente pringado de “modernos” trabajando en la filmación. El resultado se publicó en la revista semanal del diario español El País, tampoco ajeno al entusiasmo generalizado —entrevista a los Coen incluida—, que ya de por sí cada proyecto suyo alza, pero además aderezado con diez nominaciones a los premios de la Academia, abarcando las categorías mayores así como la de mejor actor principal para Jeff Bridges, quien recién el año pasado la obtuvo por su interpretación de un cantante de country en decadencia en Loco corazón, y quien no trabajaba con los Coen desde su ya clásico papel como “The Dude” en El gran Lebowsky
No sólo la escenografía, los vestuarios y el encuadre hacen el marco perfecto para que un oso montado a caballo resulte predeciblemente un tipo enfundado en la piel para combatir la intemperie; de hecho parte importante de ese ambiente de siglo XIX americano está en el sonido: “Todos los personajes hablan de manera florida, que suena muy formal para los oídos contemporáneos. Hay algo en el dialecto que es de hecho divertido porque si bien la chica es alguien que definitivamente ha leído la Biblia, uno asume que los demás personajes son casi analfabetos pero igualmente hablan con toda corrección”, dice Ethan en la misma entrevista con Solomons. Esto es parte del espíritu literario que quisieron conservar: el tono de la narración a través de personaje de la jovencísima Mattie (desapercibido en la versión de Henry Hathaway), y los diálogos que han tomado directamente del libro en buena medida.
Así, la filmografía de este dúo imprescindible se ensancha sin desperdicio ni escrúpulos, cada vez un poco más ambiciosos, visibles y gustados, pero siempre fieles a su marca personal de crudeza y violencia, de acidez e impasibilidad.

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