El llanto que no se escucha

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La mayoría de los bebés que están aquí llegaron de sorpresa a los cinco o seis meses de gestación, por eso muchos no tienen nombre aún y sólo son identificados con el de su madre. Los que tienen nombre parecen un índice santoral. Son llamados Guadalupe, Jesús, Tomás, Toribio o Fátima, dependiendo del santo al que los padres se encomendaron; como son bebés con un cuerpo y salud frágil su supervivencia es un milagro.
En la sala de terapia intensiva e intermedia de cuidados neonatales del Nuevo Hospital Civil de Guadalajara duermen y comen huéspedes que salieron antes de tiempo del útero y tienen que crecer en las incubadoras; son criaturas prematuras y sus madres pueden verlos sólo dos veces al día. En 120 minutos los padres entran a ver y tocar a sus bebés; cuando ellos parten las enfermeras tienen hijos en abundancia y se convierten en “mamás postizas”.
María Luisa González está especializada en cuidar a bebés que registran peso de hasta 800 gramos. Maneja el arte de inyectar suero y medicamentos en brazos donde las venas son imperceptibles y domina los movimientos para cambiar un pañal en segundos antes que el cuerpo de la criatura se enfríe.
Con mallas en el cabello y cubreboca, vestida así recibe a las madres que visitan el área de terapia intensiva donde los diagnósticos son cambiantes y muchas veces deprimentes. Treinta bebés que deben ser monitoreados todo el tiempo por enfermeras que se asumen como madres atentas de cualquier necesidad. ¿Cómo mover a un bebé tan pequeño que pesa menos de un kilo y medio? El secreto está en tomarlo con cuidado por la cabeza y no presionar los huesos para evitar fracturas.
Es el mundo de las incubadoras, donde los cuerpecillos están cubiertos por una capa de cristal. Espacios exclusivos para bebés que tienen como única meta crecer y para cumplirla tienen que dormir y comer. Acostados sobre sábanas y rodeados de cables, los prematuros parecen piezas frágiles de un museo, llevan un brazalete que con menos de ocho centímetros de diámetro cubre su muñeca o el tobillo.
Cada huésped de esta área pasa su día de diferente manera. En una incubadora un bebé inhala y su pecho se hinchan para tomar aire, parece que toda su energía se acumula en sus pulmones; su vecino chilla mientras una enfermera le saca con cuidado una muestra de sangre; uno más llora tan bajo, que el llanto es casi imperceptible. La enfermera Martha Elena García explica que cada infante tiene un cuidado especial, como el que reciben unos niños amarillentos que usan lentes obscuros, así protegen sus ojos durante la “fototerapia” con luz fluorescente para eliminar el exceso de bilirrubina.

Bata con dibujos de Ratatouille
Las historias las cuentan las enfermeras mientras alimentan con jeringas a las que le adaptan una pequeña mamila.
Una de ellas es Vanessa, quien mientras atienden a un paciente piensa en su hija, que la cuidan otros mientras trabaja, y reflexiona “yo voy a cuidar a estos niños y les voy a dar lo que quiero que le den a la mía”. Madre biológica de una hija y por decisión de otros: “Sí, todos los día tengo alrededor de 18 hijos cuando estoy en terapia intensiva, y 31 cuando estoy en terapia intermedia”.
Esta enfermera parece que se viste para que los bebés la vean amable: lleva ropa quirúrgica de la película de Ratatouille, los ratoncillos la hacen ver inofensiva aunque sujete jeringas. Como enfermera, sabe que estos pequeños de menos de dos kilos de peso llevan una dieta especial y es consciente de que la temperatura debe ser regulada para que las incubadoras no causen quemaduras. Un bebé llora y Vanessa sabe que necesita sólo atención, su experiencia le ayuda a distinguir cada llanto.
A una niña le tiembla la boca de llorar, los ojos tienen lágrimas y sus manos están empuñadas, ella tiene problemas para respirar. Lleva varias horas así y la enfermera María Luisa confiesa que es lo más difícil de estar en terapia intensiva. Sabe que muchos creen que como trabajan ahí todo el tiempo son insensibles al llanto ajeno. “Se equivocan”, asegura que cuando hacen todos los esfuerzos y un niño sigue llorando las tardes son largas. Todavía recuerda a una niña recién nacida que operaron, los analgésicos no fueron suficientes, pasaron las horas y las lágrimas no se terminaban. Ese día ella y la enfermera sufrieron juntas.
En esa sala de terapia intensiva e intermedia de cuidados neonatales hay rostros que no se olvidan, pesos que quedan registrados en estas mamás temporales. Vanessa recuerda a Johan y a Bryan que nacieron de 25 semanas pesando 800 gramos. La voz de la enfermera María Luisa perdura en la memoria de los niños que un día cuidó, se dio cuenta porque una tarde hablaba con una amiga, mientras viajaba en el camión, de pronto volteó una señora y le dijo: “Enfermera, ¿se acuerda de mí?; en cuanto mi hijo escuchó su voz, volteó y la buscó”, narra la escena y la sonrisa le brota del cubrebocas.
Pero no todos los bebés tienen visitas, ni todos son acariciados ni mimados y atendidos en esas dos horas en las que pueden pasar los padres. En el Nuevo Hospital Civil hay niños en el área de prematuros que nacieron con alguna discapacidad o tienen alguna malformación, sus papás no llegan a las visitas e incluso suelen dejarlos ahí. Es cuando las enfermeras los abrazan, los acarician y les hablan, después comenzarán su camino solos, quizá en un orfanato, mientras eso pasa ellas ahí los toman como sus hijos.

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