El ligero aire de la provincia

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Es la noche de los tacones altos y las miradas altaneras que se detienen por un instante en la penumbra, que enfila sillas y detiene a paseantes. En la oscuridad apenas se divisa el perfil de la Beatriz Hernández, que se levanta a un costado y que alcanza a recibir algunos destellos de luz ámbar, provenientes del callejón del arte, a un lado del Teatro Degollado. La Plaza de los Fundadores huele a palomitas de maíz; se llena de silencios, las sillas de personas. Aparece una luz-proyector que crea las formas de un filme, estampadas en una pared de lona y que rememora a esta capital, justo hace cincuenta años…

“Fíjate nomás cuánto ha pasado, en el Cabañas están todavía los niños”, dice Adán Castilla, un viejo transeúnte, que mira la película Guadalajara en verano, proyectada por el ayuntamiento de la ciudad, en vísperas del festejo 472 de su fundación.

En 1964 la película causó revuelo, la cual fue producida por José Luis Bueno y por Xavier Torres Ladrón de Guevara, y dirigida por Julio Bracho, donde se celebraba el ego tapatío; así como que dicha ciudad llegara a su primer millón de habitantes. Las maquetas de la ciudad parecen distintas, impera el verde, el auto se ve desolado…

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Un hombre sentado en una banca mantiene plácidamente la pierna izquierda sobre la derecha, mientras las amarra con sus manos; el reloj plateado que lleva en la mano resplandece el cinco para las ocho e ilumina el segundero que no para de caminar, en comparación con los tacones altos que desfilan por el lugar.

A la edad de diecisiete años, Adán Castilla llegó a Guadalajara, oriundo de Tomatlán. Ahora tiene setenta y dos, vive por la 18 de Marzo y hoy llegó, sin saberlo, a presenciar los recuerdos de la urbe que lo acogió. Cuando se filmó Guadalajara en verano Adán tenía veintidós años, por eso, ahora es juez: “Eso ya ni existe”, dice.

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Es extraño ver cómo un charro monta a caballo y pasa precisamente por la calle de 16 de Septiembre (en la película), incluso ver el Paraninfo Universidad como oficinas generales de la universidad. Se ve la limpieza con la cual, la ahora llamada Plaza Universidad, en aquellos tiempos llamada “Plaza de las Sombrillas”, luce como un punto de encuentro entre jóvenes que se divierten y conviven entre sí, rasgo que en la actualidad le pertenece casi en su totalidad a la zona de Chapultepec…

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Don Adán parece un analista. Tiene mirada brillosa, por momentos de crítico de cine, por momentos de antropólogo de la conducta. Pasa un hombre que se detiene justo al frente de Adán Castilla, se emboba con la película, ajusta la mirada con sus lentes de profunda graduación, se toca la barba descuidada y mayormente habitada por canas, sube su mano, como en señal de sorpresa y se toca la frente crecida casi hasta la mollera. Se va. Se visualiza en la pantalla un chopo de agua que brota, que corre por una pared, don Adán dice: “Eso ya ni existe”.

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Guadalajara parece que tiene un cierto aire parisino en el bostezo del sesenta y cuatro, donde los jóvenes se buscan y se enamoran, bajo un cierto aire de moralidad espiritual; lucen los medios de transporte, casi en una añoranza mítica, se estaciona el ferrocarril, aterriza el avión, se detiene el taxi con su característica tonalidad azulcrema, pasa el camión. La avenida Juárez se abre entre anuncios que hacen de la provincia una zona cosmopolita; un lugar de mundo. La noche llega a su madurez, la Plaza de los Mariachis luce abarrotada, suena la música típica, se come pozole, brillan los edificios, los anuncios resplandecen, cincuenta años después la noche alcanza su adolescencia, un viejo transeúnte mira el recuerdo, dice que la ciudad ha cambiado de acuerdo a como se quiera ver; ligeramente le tiemblan las mejillas, dice que ahora en el Centro ya no se pueden ver muchas cosas, que sólo hay tiendas, “mira, por ejemplo, eso ya no existe —señala la pantalla justo en el momento en el que se visualizan las fuentes pedregosas—, caían como fuente, como una pequeña cascada y abajo había un estanque con piedras, estaban ahí, donde ahora está el centro joyero”.

Dice que llegó a la Plaza Fundadores en tren, vive por la 18 de Marzo, “cuando me enfado, me voy caminando al pasito y lo tomo de regreso ahí en la biblioteca”. Mira el reloj, ya son las ocho y treinta; a un costado, los juguetes de venta ambulante vuelan y brillan en el ligero aire de la noche tapatía.

Adán Castilla se acomoda la gorra verde y se peina los pliegos ondulados de cabello: “Ha cambiado mucho Guadalajara”, dice.

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