El laboratorio de Piglia

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Para el día en que murió Ricardo Piglia —el pasado seis de enero—, llevaba yo varios días inmerso en la lectura de sus diarios, que me habían regalado en Navidad. Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, constituyen la primera parte de la publicación de esos apuntes que emprendió una tarde de marzo de 1957, que nunca abandonó y que —luego diría el propio Piglia— “han crecido de un modo un poco monstruoso”.

La lucha por entender lo que sucede en el entorno para Piglia es una primera noción que justifica la escritura de un diario. Si narrar es un lujoso abatimiento, el diario intenta contraponerse al asunto de la ficción, que es “irse por las ramas” y volver cuando lo que se quiere decir se ha diluido. En el diario, puede decirse, no hay vuelta atrás. Es concreto. En la medida en que en los diarios aparece la experiencia humana, entonces esos apuntes adquieren otra estatura y quizás encuentran su sentido, aunque no su último fin. Esta es la gran enseñanza de Piglia.

El diario es un recipiente de cristal en el que se deposita algo con la intención de volver a él en algún momento determinado de la existencia. Al menos Piglia lo veía de ese modo. Si se mira a la distancia y con un dejo de cordura, la suya fue una tarea ingente. Un ejercicio del que más de una vez declaró que se trataba más de un punto de partida para hacer literatura que de hablar de su propia vida, porque esto último está emparentado con un asunto ridículo, pretencioso. Sin embargo, “estoy convencido de que si no hubiera empezado a escribirlo esa tarde, jamás habría escrito otra cosa”, anota en Cuentos con dos rostros.

Ricardo Piglia pregonaba que más importante que escribir es leer. Más que en otros, en él de la lectura parte todo. De algún modo se cierra por fin ese círculo que se había abierto con la imagen incompleta del perro que pretende morderse la cola: en El último lector deja constancia de esta creencia a la que le fue fiel sin cortapisas: el lector ideal es el insomne ideal, el que encuentra su nombre escrito en la literatura. Apunta en este libro: “La vida no se detiene, diría Kafka, sólo se separa del que lee, sigue su curso. Hay cierto desajuste que, paradójicamente, la lectura vendría a expresar”.

Juan Carlos Onetti decía que escribir es contar verdades mintiendo, y Piglia era un mentiroso consumado a la manera de aquel tendero onettiano de Los adioses, quien sabía manejar los tiempos de la verdad tan a su modo que incluso mentía cuando todos creían que decía verdades: una especie de narrador que busca embaucar.

“Habría que pensar por qué uno se pone a escribir un diario. Yo mismo no lo sé. Es un registro cuya finalidad no está en el principio; se descubre mucho después”, confesaría Piglia en una entrevista con Pablo Gianera para el diario argentino La Nación. Si se toma en cuenta que el diario no parte de certezas —sino de experiencias— puede devenir hallazgos: en una entrevista contenida en Crítica y ficción, Piglia dice que en el diario (el suyo) está su relación con el lenguaje. Una razón de vida. O la vida.

En esa conversación con Gianera, al comentar sobre la experiencia, la continuidad de ésta para llevar una vida con sentido, anota que experimentar en la escritura es una de sus preocupaciones constantes. Declara: “Creo que ‘El laboratorio del escritor’ debería ser el título de mis diarios. El laboratorio entendido de un modo casi científico, la experimentación sobre algo que no se tiene claro. Construir casos o situaciones que se deben poner a prueba”. Este es Piglia, el científico, el que crea, recrea y descrea; el lector ideal, el constructor de relaciones, el que pone a prueba la literatura y la teoría literaria a medida que escribe. Su mayor aporte tal vez sea ése: que mientras escribía literatura hacía el sostén teórico de eso que escribía.

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