El fervoroso López Velarde

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a don José Luis Meza Inda (+)

Como los pulpos en su tinta, los poetas encuentran acomodo y beben de lo que el entorno les da. Aunque, a través de su pluma, después lo hagan parecer distinto. Qué duda cabe que la poesía de Ramón López Velarde (1888-1921) fue hija de su tiempo. Tesitura, atmósferas, ritmo, versificación (no obstante el verso medido, de algún modo reinventó lo dicho), temas, propiedades y motivaciones hallan una raíz común: aquel México “ojeroso y pintado” de principios del siglo pasado. O lo que ahora los críticos llaman el posmodernismo literario mexicano. Sin embargo, quedarse nada más con esta imagen sería encasillar una obra que ha trascendido, que ha remontado los márgenes autoimpuestos por una escuela mexicana que de pronto olvida, en el camino, a algunos de sus mejores representantes de la tradición literaria. La poesía de López Velarde no ha muerto, entre otras cosas porque, según Guillermo Sheridan, para un país turbulento edificó un lenguaje, una imaginación verbal.

Del poeta zacatecano, o de su obra mejor dicho, escribía Xavier Villaurrutia en el lejano 1935: “La rara calidad de esta obra, el interés que despierta y la irresistible imantación que ejerce en los espíritus que hacen algo más que leerla superficialmente, hacen de ella un caso singular en las letras mexicanas”. Octavio Paz, José Emilio Pacheco, el mismo Villaurrutia y, más cercano en el tiempo, Sheridan, han vuelvo su mirada a la obra lópezvelardeana; y en ellos hay una coincidencia que vale la pena resaltar: López Velarde, como dijera de Felisberto Hernández alguna vez el novelista italiano Italo Calvino, no se parece a nadie, se parece a él mismo, y de él mismo habla su obra. “No quiere decir lo que siente, quiere descubrir quién es él y qué es aquello que siente”, escribió Octavio Paz en su ensayo sobre la vida y obra del vate jerezano.

En ese retrato que Villaurrutia escribe de López Velarde y su pluma, dice que aunque tengamos poetas “más vigorosamente dotados, ninguno es más íntimo, más misterioso y secreto” que Ramón. Y acaso sea la intimidad la línea que atraviesa, a veces visible y en otras no, todos los poemas contenidos en La sangre devota (1916). Este primer poemario de López Velarde es un compendio de dolores del vate hasta entonces callados, de postales de arraigo y tradición, de un sentimiento atravesado que alcanza el paroxismo en la escuela lírica mexicana.

En La sangre devota aparece ya una figura casi mítica: Fuensanta. Y Fuensanta entonces es la mujer que contiene y da vida a las esperanzas del poeta, sus temores, lo que desea y lo que no tiene a un mismo tiempo: el amor intocable e intocado, la figura amorosa que, sin embargo, ha de mantenerse alejada del amante para que el sentimiento perdure y trascienda. Una mujer que, metida entre las rejas de los altos ventanales de una casa en la Jerez zacatecana —ese terruño suyo al que le canta—, espera a que su vate aparezca en la esquina, remonte el empedrado y se detenga ante ella y le diga que merece un amor de poeta, y que el poeta ha de pedirle que, sin ceder, se le entregue.

El centenario de La sangre devota da cabida para hablar sobre la muerte del poeta zacatecano, tan discutida y polémica. En el ensayo Un corazón adicto: la vida de Ramón López Velarde, Guillermo Sheridan acepta como “rumor” el que la muerte del poeta haya sido por causas de una infección. “La conjetura sobre la sífilis de López Velarde, desagradable y todo, cae en la categoría de lo posible, que no probable”. Esto, dadas las características de la época, cuando se hablaba de una “sifilización occidental”, y la inclinación de López Velarde por la vida lupanar, según confesión de él mismo. Sheridan cita a Carmen de la Fuente quien dice que su muerte, “según sus amigos íntimos, tuvo caracteres suicidas” por la desatención de la enfermedad. Sin embargo, Gabriel Zaid advierte que se debió a “una depresión causada por una suma de agravios”, entre los que se incluyen “los sentimientos de culpa y de fracaso”. López Velarde murió hace noventa y cinco años, su poesía no, tal vez esté más viva que hace un siglo.

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