El escritor sin discordia

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Una de las primeras lecciones que recibí sobre literatura me la dio mi abuelo: todas las tardes leía la Biblia en una silla de mecate y bajo un sol verde de asbesto. A menudo me llamaba para que escuchara su lectura y, después, quizá para que yo no encontrara aburridos aquellos pasajes, me recreaba lo leído. El abuelo era un excelente contador de historias: sabía gesticular, tenía un sostenido y rítmico movimiento de brazos, sabía cuándo infundirle vigor al tono de la voz: todo él se entregaba a la recomposición que demandaba el texto. A tal punto, que muchas veces dudé de que representara: más bien inventaba.

No hay distancia que los una, pero los cuentos y sobre todo un par de nouvelles del escritor argentino José Bianco —de quien se están cumpliendo treinta años de su muerte— me remontan a aquellos primeros encuentros con las historias que considero bien narradas. El par de novelas cortas a las que me refiero son Ratas y Sombras suele vestir —este último título procede de un verso de Góngora. Aun cuando a Bianco se le ha definido como un escritor para escritores, en su prosa, que de pronto me recuerda a Henry James, las palabras cumplen una doble función: develan y ocultan a un mismo tiempo, perder el foco para encontrarlo más deslumbrante. Bianco es un escritor, según Alejandro Rossi, que “no paga el precio de las palabras inútiles”.

En Ratas asistimos como espectadores con capacidad de juicio a un triángulo amoroso al que se suma un cuarto elemento: el narrador, que era un niño cuando sucedió lo que se cuenta. La historia acaba donde pocos esperan, pero todo el relato está construido para distraer, para que cuando sobrevenga el desenlace, el lector esté desprevenido. Es un final que sorprende, pero se trata de una sorpresa medida, puesta ahí como con pinzas. Y a Sombras suele vestir la define bastante bien Jorge Luis Borges —con quien se admiraban mutuamente— con estas palabras: “Bianco nos cuenta una historia donde, tal como sucede en la realidad, lo cotidiano y lo fantástico se entretejen”. Y cuyo final, sin que llegue a parecerse, es semejante.

La poesía, a diferencia de la prosa, se hace respetar, decía Paul Valéry. Pero me atrevo a decir que la prosa de Bianco es una de las más respetables en la literatura hispanoamericana. Y se hace respetar por el trabajo que hay detrás, por el re-trabajo, la re-escritura, la no condescendencia de sus posibilidades. Tolstoi afirmaba que si alguien quería ser escritor, tendría que escribir; pero si se quería llegar a ser un buen escritor, habría que borrar más de lo que se escribe. Bianco es uno de ésos, porque estaba convencido de que “entre las palabras y el escritor alguna vez cesa la discordia”.

Juan Gustavo Cobo Borda, y el mismo Borges, afirmaban que Bianco merecería más fama de la que goza, y esta condición quizá no haga más que interesar en su obra a quienes antes no lo habían considerado, o tal vez ni lo conocían —son numerosos los casos de escritores marginados y marginales que sobreviven apenas en los índices literarios. Y que este quedar por mucho tiempo relegados, en algunos, ha sido el impulso suficiente para pasar a ser no sólo autores leídos, sino analizados, discutidos y, en todo caso, recomendados. Recuérdese, si no, a Tario, Felisberto y Levrero. Ahora, Bianco.

Bianco visitó México en 1967, invitado a un congreso literario. Convivió cercanamente con Elena Garro, Carlos Pellicer, Luis Oyarzún y Miguel Ángel Asturias. Esta crónica se encuentra en Ficción y reflexión, una antología de su obra que publicó el Fondo de Cultura Económica en 1988. Sus impresiones de este país pasan del deslumbramiento total a una satisfacción aciaga y cansina. Desconocedor de lo que sucedería en la capital del país un año después de su visita, además de los pormenores del congreso recrea un viaje por Oaxaca, que acabó en la ciudad donde D. H. Lawrence terminó su novela La serpiente emplumada y los días que pasó en el departamento y en la casa de Lomas Virreyes de Elena Garro, cuya visión de mundo “inusitada, poética y profundamente real” le impresionó vivamente.

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