El escritor que traduce

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    El año entrante Sergio Pitol (Puebla, 1933) cumplirá 80 años. Y aunque su edad y su constitución física endeble parezcan desmentirlo, se trata de un escritor con un aliento vigoroso en el panorama de la literatura mexicana. Desde la década de los cincuenta Pitol no ha dejado de practicar sus mayores pasiones: escribir, viajar (su primera estancia fuera del país se prolongó por 24 años), compartir lecturas (mediante conferencias y ensayos) y traducir.
    La unión entre vida y obra es quizá la frase que mejor acomoda a lo vivido y lo escrito por Pitol, que va del cuento a la novela y pasa por el ensayo y la traducción, y que tiene su columna vertebral en el Tríptico del carnaval (El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal) y en la Trilogía de la memoria (El arte de la fuga, El viaje y El mago de Viena.)
    La traducción, sin embargo, merece una mención aparte en el legado pitoliano, porque traducir es otra manera de ejercer la literatura, “porque… se sirve de los dos modos de expresión a que, según Roman Jakobson, se reducen todos los procedimientos literarios: la metonimia y la metáfora”, escribe Octavio Paz en “Literatura y literalidad” (El signo y el garabato, 1973.)
    En cuatro décadas casi un centenar de libros ha vertido al español del inglés, el francés, el polaco, el italiano y el ruso; cinco lenguas que, de algún modo, Pitol ha emparentado con el castellano, porque “la traducción suprime las diferencias entre una lengua y otra”, subraya Paz. Es un “generoso de las letras”, dice Manuel Borrás, editor de El mago de Viena (2007), y la evidencia está en esa “suspensión del tiempo dedicado a su propia obra para dárselo a la de los otros, a la de quienes amaba.” Ese ejercicio literario lo ha llevado por los terrenos de la invención, de la reelaboración de textos que al ser develados en castellano dan luz a otros textos, nuevos, distintos, aunque no enteramente originales; se trata de “producir con medios diferentes efectos análogos”, según decía Paul Valéry.
    “Corría el año 1965 –escribe Pitol en El arte de la fuga, 1996–, llevaba dos años de vivir en Varsovia. Un día el cartero me entregó una carta procedente de Vence, Francia. La firmaba Witold Gombrowicz. ¿Se trataría, acaso, de una broma? […] ¡Qué exceso, qué anomalía! […] En la carta me explicaba que alguien había puesto en sus manos la traducción al español de Las puertas del paraíso, de Jerzy Andrzejewski, y que le había parecido satisfactoria. Tanto, que me invitaba a colaborar con él en la traducción de su Diario argentino, que publicaría la Editorial Sudamericana.
    Fue el inicio de una mejoría considerable en mis condiciones de vida”, porque, nos recuerda Carlos Monsiváis, esos 24 años de estancia en el extranjero fueron un continuo “enfrentarse a dificultades, envíos retrasados de pagos de colaboraciones, (y) traducciones incesantes”: en México, para Joaquín Mortiz, Era y la editorial de la Universidad Veracruzana; en Barcelona, para Seix Barral y Planeta, y en Buenos Aires, para Sudamericana. “En los siguientes seis o siete años fui fundamentalmente traductor”, agrega Pitol.
    Además de ese libro de Andrzejewski, ha traducido El corazón de las tinieblas (Joseph Conrad), Los papeles de Aspern (Henry James), Las ciudades del mundo (Elio Vittorini), Caoba (Boris Pilniak) y Cosmos (Witold Wombrowicz); y textos de Anton Chéjov, Roland Firbank, William Styron e Isaac Babel, entre otros.
    Hace dos años, en el módulo de la Universidad Veracruzana compré la novela Cosmos, de Witold Gombrowicz (traducida por Pitol), y animado por él mismo (“Es una excelente novela”, dijo detrás de un altero de libros.) Aunque al principio no quería, “yo no soy el autor”, dijo; al fin accedió a firmar el ejemplar, “pero usted la tradujo”, recalqué. Otras personas adquirieron algún volumen y ya se formaban detrás de mí para pedir también un autógrafo: “Pitol”, escribió movido sin duda por su honestidad literaria.
    Cuatro años atrás de esto el autor había viajado a Beijing a dar una conferencia magistral sobre la biografía de Miguel de Cervantes; ahí firmó a estudiantes y periodistas sus primeros dos libros traducidos al mandarín: La vida conyugal y El arte de la fuga.
    En esos momentos en la FIL, tras el bochorno que le representó mi osada petición al ver que la gente se aglutinaba y él parecía agobiado y agotado, me sentí un estudiante mexicano pidiendo una firma para un libro escrito en mandarín, idioma que desconozco en su totalidad.

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