El delirante de las calles de Chicago

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El lenguaje terminó siendo la droga complementaria que le dio sentido a su vida. William S. Burroughs fue un chico introvertido que terminó siendo un adulto controvertido, un niño burgués que no encajó en su cuna porque ésta representaba el seno de una sociedad que paulatinamente rechazó. No buscó ideologías, pero encontró salidas… y se salió: entró al espacio de las drogas y transitó por el siglo veinte con singular estruendo.

Pero antes del tobogán de la drogadicción, antes de convertirse en ese autor de una obra que sacude, elaborada con descarnado lenguaje que hipnotiza y desconcierta, es el infante lector, el niño aislado que le da cuerda a sus obsesiones —desde la infancia y por toda la vida—, es el adolescente sensible que descubre su homosexualidad y se adentra en su mundo expansivo, el joven adulto que elige la drogadicción, que ama los gatos, adora las armas, se fascina con la muerte y a partir de la alteración de su conciencia, con su bagaje de estudiante brillante, de literato innato, de yonqui terrible, es el hombre transparente, el artista alucinado, el ícono irresistible… tales pueden ser los adjetivos para un tipo inclasificable que de tanto andar en las orillas se vuelve concéntrico.

Burroughs, por supuesto, se trae consigo al niño de los rincones, al adolescente curioso y descubridor, al joven delirante en las calles del Chicago de los altos años treinta, cuando se transforma en un adulto maldito, provocador y radical. Pasa de ser un individuo automarginado, metido en las afueras de la sociedad, al no habitante de la ciudad habitado por las drogas duras, a quien conoceremos de cerca y con crudeza desde sus primeros libros Yonqui y Marica (Queers) y El almuerzo desnudo (Naked Lunch).

En Nueva York, durante los años cuarenta, se convierte en un outsider controvertido, tal como lo será su obra que, a cien años del nacimiento del autor (5 de febrero de 1914), sigue siendo innovadora y transgresora. Páginas llenas con chorros de palabras que ridiculizan lo hipócrita de la sociedad norteamericana, que exhiben con ironía la intolerancia y la náusea de las costumbres en el american way of life de su tiempo, la posguerra. Se pitorrea ácidamente —nos dice el guionista de Easy Rider, Terry Southern— de la vida ordinaria estadounidense, de los abusos del poder y del materialismo.

Burroughs dejó una obra tan amplia como densa. Por eso estos apuntes tienden a condensarse. Fue un tipo longevo y prodigioso, muere el 2 de agosto de 1997. Un escritor prolífico que tuvo la energía de renovarse, década tras década se reinventó y prosiguió imantando a otros artistas, sobre todo en el cambiante ámbito del rock.

En los años cuarenta Burroughs ilumina literalmente a Jack Kerouac y a Allen Gingsberg, lo mismo que al resto de artistas a los que llamarían “beatniks”. Principalmente los dos mencionados son deslumbrados por la erudición de Burroughs, al que comienzan a ver como un maestro o como un hermano mayor (posteriormente será el amante y el héroe y el gurú y personaje de sus escritos), los inspira y con ello signa el devenir colectivo de quienes serían considerados la Generación Beat.

La vida en México

Burroughs vive en Ciudad de México un episodio que le cambia la vida y detona su escritura: mata de una manera estúpida y trágica a su esposa Joan Vollmer, con quien se había casado en 1945. Ella era miembro del grupo de beatniks en Nueva York, era 10 años menor que Burroughs, con el que tuvo dos hijos, Julie y William Jr. En 1949 se trasladan a la Ciudad de México, huyendo de la policía antinarcóticos, como la llamaban en esos años en que las drogas se conviertieron en el diablo. Es cuando Burroughs asume la escritura de una manera por demás original. Trasiega con las palabras en un país que considera fascinante, se droga y se emborracha cotidianamente sin complicaciones. Comienza a crear su estilo inconexo, juega a partir de la concentración —como los gatos a los que les tenía gusto y particular respeto—, araña las palabras, las revuelca, las cambia, las descontextualiza. Vive con su familia en un departamento de la calle Orizaba en la colonia Roma. Así se la lleva cuando llega el trágico 6 de septiembre (1951): él y Joan van a visitar a un amigo en cuya casa ocurre el accidente. Luego de varias botellas de ginebra Oso Negro la reunión ya está en las brumas, al alcohol le suman la necedad y las balas: acuerdan jugar a Guillermo Tell, pero en vez de arco, flecha y manzana Burroughs usa su pistola, el suspenso de su puntería y un vaso con ginebra en la cabeza de Joan. Desenlace fatal.

Burroughs termina yéndose de México, y luego de inestables estancias en países latinoamericanos, llega a Tánger, Marruecos, donde habrá de escribir El almuerzo desnudo envuelto en un frenesí creativo y la pesada inercia de la morfina. Lo visita Kerouac, le pasa en limpio la novela y se la bautiza. Burroughs se restablece pasajeramente en Londres, luego vivió en París mientras su novela creaba en  EE.UU. la conocida controversia.

En la biografía escrita con Ted Morgan, publicada en 1982 bajo el título de Forajido literario (Literary outlaw), Burroughs asienta que fue el asesinato de Joan lo que lo transformó en un “escritor serio”. Declara que nunca se habría convertido en escritor “de no ser por la muerte de Joan, y a entender la magnitud hasta la cual tal evento ha motivado y formulado mis escritos”. Pero no es un escritor formal, innova con técnicas como el cut-up (corta y pega), con montajes, collages, escritura automática y el dejar fluir el fondo de la conciencia del drogadicto que lo habita.

El concéntrico marginal
Burroughs influyó con sus escritos en la esfera del rock, motivó cineastas y pintores, se convirtió en ícono vanguardista, sin proponérselo ni desearlo, acaso porque desde siempre vivió en el margen de la sociedad americana, un zafado en el mundo de las drogas duras.

En los sesenta se vuelve una suerte de guía en ácido, leído y bien asimilado por artistas como Frank Zappa, Bob Dylan, John Lennon, Tom Waits o William Gibson. A mediados de los setenta, cuando vuelve a Estados Unidos, vive rodeado de lo underground, sus obsesiones siguen nutriendo libros y ensayos, lo mismo que videos y películas, entrevistas con amigos y seguidores, como Pati Smith, Gus Van Sant, Andy Warhol o David Cronenberg. Así cruza los ochenta, realizando performances, participando en conciertos, grabando discos, alternando en los noventa con David Bowie, Blondie, Kurt Cobain, entre otros.

Y es que cuando los sueños de los sesenta se disipan en el socavón de los setenta, la figura del yonqui —ese marginal entre los marginados— cobra impulso en medio de lo que se conoció como las “epidemias de heroína”, se propaga y en la cultura popular se filtra en canciones y otras formas. De Velvet Underground a los desencantados en el punk. Así lo menciona Allan Harris en un ensayo titulado de la manera como alguna vez Burroughs lo llamó: “El virus del lenguaje”, publicado en Screenwriting, donde analiza el fenómeno lingüístico en su obra y los fenómenos culturales que se gestan en paralelo a su existencia.

A través de su obra, desde Yonqui, Burroughs es inmune a toda tendencia, a cada sello cultural o político, nos dice Harris. Cruza la historia —las modas— describiendo su mundo personal, su desgarrada intimidad y así, siendo el mismo profesor zafado de siempre, se mantiene erguido como uno de los más valiosos literatos del siglo veinte estadounidense. Su obra deslumbra igual hoy que en 1959. A cien años de su nacimiento William Burroughs, el inclasificable, mantiene la razón del transgresor.

En torno al lenguaje
Burroughs propicia una implosión verbal, demuele el lenguaje y enseguida al voltear la hoja el lector constata que lo ha edificado de nuevo, mediante arquitecturas verbales que más que emocionar hacen saber de pensamientos extremos, vivencias compuestas con una gran sonoridad que, sin saber de bien a bien por qué, conmueve. Son palabras vivas en una obra encendida, con plena conciencia de su vaivén obtuso que repetidamente hace estallar y de nuevo vuelve a recomponer. Son visiones y son alucinaciones, relatos y microrelatos que hilvana —escritura automática— con lo inesperado del azar.

Es la experimentación de la técnica que él llamó Cut-up: “Los recortes —apunta Burroughs en la biografía mencionada— crean nuevas conexiones a través de las imágenes, y así el campo de asociación se expande. No puedes hacerlo por asociación libre, tu cerebro no puede abarcarlo. Tu mente no puede realizarlo, pues sería como tener en la cabeza todas las posibilidades de un ajedrez”.

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