El costo de subir el telón

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El universo cultural nacional se divide en dos espacios que hasta ahora están débilmente conectados. De un lado se encuentra el bloque institucional, donde habitan los presupuestos, los foros y espacios para la exhibición de las artes y una burocracia demasiado ocupada en responder a  marcos y regulaciones impuestas por instancias ajenas a la cultura. Esta situación aleja a los funcionarios de las comunidades artísticas para las que trabajan, mientras se concentran únicamente en los productos que de ellas surgen, olvidando los procesos económicos y sociales en los que éstos se gestan.

En las artes escénicas, la creación de una obra supone el trabajo de un equipo de artistas y técnicos que van desde actores, director, escenógrafo, iluminador, músicos, etc., hasta un grupo que asume las tareas de la producción ejecutiva y todo lo relacionado con la difusión. Algunos de ellos son los responsables de armar el proyecto para la obtención de los recursos públicos que cada año se ofrecen. Si la propuesta se considera sólida —y hay suerte—, es posible acceder a recursos que se convierten en el capital base para la creación de una pieza. Durante algunos meses este equipo crecerá y trabajará en el proyecto. Alguien prestará su casa para guardar insumos para la escenografía, otro más conseguirá o rentará un espacio tan inadecuado como distante para los ensayos, el que tiene auto lo pondrá al servicio no sólo de la transportación del grupo, sino de todas las mudanzas que seguramente habrá que hacer.

Así, cada uno tendrá que realizar tareas que se traducen en gastos que extrañamente no entran en la bolsa que le pone precio a cada creación; sin contar por supuesto el tiempo de ensayos —nunca cubiertos por honorarios— y lo que hay que cooperar para la propia caracterización, el dispositivo extra que usarán y una larga lista de etcéteras cubierta por la cartera de los creativos. De tal suerte que al final, la partida que obtuvieron de recursos públicos apenas cubre un porcentaje del costo real. Si bien es grave que la institución desconozca los procesos de gestación de los productos a los que asigna recursos y da espacio para su exhibición, resulta aún más grave que los creadores no integren a la cifra del costo de producción toda esta serie de tareas, materiales, tiempo y saberes.

¿Cuánto cuesta producir una obra?, ¿cuánta gente participa y durante cuánto tiempo?, ¿en qué condiciones?, ¿cómo se recupera la inversión?, ¿con cuántas funciones se obtendrán ganancias? Son preguntas básicas que no han sido respondidas con la precisión necesaria. Funcionarios y artistas deben trabajar del mismo lado y para ello se requiere que en principio se conozcan a cabalidad los procesos de producción, la cadena de valor que cada agente va sumando al producto, así como las condiciones de trabajo de los artistas. Sólo así los trámites burocráticos que asignan recursos y administran los foros se adaptarán a los procesos artísticos y revertiremos este mundo al revés, en el que las instituciones obligan a los creadores a ceñirse a modos de producción ajenos a su dinámica. Si la creación de un producto artístico es notablemente diferente a construir un mercado, por ejemplo, entonces por qué el proceso administrativo iguala a los creadores artísticos con el resto de sus proveedores… El resultado es evidente. La institución vive preocupada por indicadores y llenando formatos que poco tienen que ver con sus tareas mientras los creadores eternizan una condición precaria sin poner foco en los procesos de producción y sus costos. Además de la luz cenital, encendamos un seguidor que persiga la ruta económica de este importante circuito productivo.

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