El color de la escritura

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Con una anécdota sobre Las escaleras de Strudhof, Claudio Magris comenzó su discurso de recepción del Premio FIL, una suerte de larga metáfora sobre el oficio de escribir y el color de la escritura.

El autor de esa novela, en palabras del propio Magris “gran narrador austriaco y creador de la novela total”, Heimito von Doderer, le envió una copia del libro con una dedicatoria en seis colores. Ésta, era “autoirónica, porque él usaba diferentes colores para escribir, a mano, sus novelas, amplias como la vida”.

Con la dedicatoria, “confirmaba que cada escritura, también pocos renglones, es siempre un texto tejido de planos diversos, soportado por una tensión entre la totalidad y el fragmento, lo dicho y lo no dicho”, afirmó el escritor italiano, porque “la escritura tiene diferentes colores, diferentes lápices, también para quien no escribe a mano como Von Doderer”.

Diferentes colores, diferentes escrituras. “No sé cuántos lápices debería tener yo cuando, a la mesa de mi cuarto o a la del café San Marco de Trieste, busco garabatear mis palabras”.

El color del lápiz era sencillo y definido, dijo, cuando empezó a escribir libros o textos breves, como los ensayos. “El color del lápiz era neto. No irradiaba reflejos o reverberos misteriosos, no esfumaba en otras tintas, no mutaba su significado, como en cambio un azul marino que puede ser nostalgia, felicidad o, casi en el mismo instante, lívido color de angustia y de muerte”.

Pero ya en otros estudios críticos, continuó, “se insinuó de súbito una inquietante ambigüedad, una estimulante y perturbadora incertidumbre sobre lo del cual iba en busca”, que se convirtieron en “un viaje por los desconocidos laberintos de la vida, y entonces también de mi vida”, proceso que se acentuó cuando empezó a escribir ficción.

Como dijo Esther Cohen, quien hizo una semblanza del autor durante la ceremonia de entrega del premio, la de Magris es una escritura de frontera, de mittleuropa, de lengua y de viaje, pero sobre todo de agua, elementos que confluyen y remiten inevitablemente a Trieste, su ciudad; ciudad de frontera, puerto sobre el Adriático, y puerta entre dos mundos: el oeste y el este de Europa.

Y esta última región es la que Magris exploró con sus estudios, lecturas y escritura, con particular atención a la historia de sus poblaciones hebreas; una civilización, en sus palabras, “que ha padecido con enorme violencia la erradicación, el exilio, la persecución, la amenaza de la aniquilación de la identidad, a la que opusieron una extraordinaria resistencia individual, un indiscutible humorismo”.

Resistencia que se convirtió en su resistencia, y ha dado vida también a Danubio. El gran río; agua, como decíamos. Porque Danubio no es solamente la novela que le ha dado fama en todo el mundo, sino el resultado de una experiencia vivencial, de “aquellos cuatro años de viajar, escribir, reescribir, vagabundear, donde el Danubio y la mittleuropa se convierten en la Babel del mundo actual”.

El Danubio como símbolo de la frontera entre Europa y la “otra Europa”, como se le conocía a la del Este, “y creo que mucho de lo que escribí nació también del deseo de quitar ese adjetivo ‘otra’, de hacer entender que aquella es Europa de igual dignidad”.

Tal vez por eso, como dijo, “la escritura de Danubio es mestiza, impura, mescolanza de géneros y registros estilísticos, como las aguas de un cierto azul del río. Y eso vale para todas mis obras”.

Color, río, frontera: “La escritura es al mismo tiempo una guardia fronteriza y un passeur: establece fronteras y las transgrede”, especificó.

Lápices, colores diversos, tiene la escritura, dijo, “una increíble paleta de colores; a veces divididos a veces mezclados en un color imposible de distinguir”.

Pero, ¿por qué se escribe?: “Por muchas razones: por amor, por miedo, por protesta, para distraerse de la imposibilidad del vivir, para exorcizar un vacío, para buscar el sentido de la vida. (…) Para luchar en contra del olvido, con el deseo tal vez patético, mas grande y apasionado, de parar, salvar las cosas, y sobre todo los rostros queridos, de la abrasión del tiempo, de la muerte”.

Y concluyó: “Escribir es también un intento de construir un arca de Noé, para salvar todo lo que somos, para salvar, deseo vano e imposible, quijotesco pero inextirpable, cada mito. No sé qué color tenga este grácil y desgarrado barquito de papel que podemos construir con nuestras palabras; sabemos que es destinado a hundirse, pero no por esto dejamos de escribir. La escritura no tiene el color negro, la ausencia de color, sino más bien el blanco, o sea, todos los colores”.

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