El cine como propaganda

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El cinematógrafo de los hermanos Lumière llegó a México casi un año después de su primera presentación pública en Francia. La novedad se extendió rápidamente. Los Lumière enviaron en su lugar a sus aprendices Ferdinand Von Bernard y Gabriel Veyre.  El 6 de agosto de 1896, Porfirio Díaz y sus más cercanos secretarios asistieron a aquella primera función cinematográfica, en la que se ofreció un variado programa que incluía las vistas: La llagada del tren, El regador regado, La salida de la fábrica y El desayuno del bebé.

La fascinación de Díaz por un invento aparentemente intrascendente —al que los propios Lumière habían definido como una “curiosidad”— tuvo casi de inmediato una repercusión que consolidaría su importancia, primero en México y después en Latinoamérica. Si bien Brasil y Argentina habían recibido antes a los emisarios franceses, no fue sino hasta que llegaron a México que el cine tuvo un objetivo más ambicioso que el estrictamente ocioso. El presidente se convirtió en el primer actor del cine nacional. Para el mes de septiembre de ese mismo año se habían rodado más de diez vistas en torno a la figura presidencial o a la vida y costumbres de la alta sociedad, siendo El presidente de la república paseando a caballo en el bosque de Chapultepec o Un duelo a pistola en el bosque de Chapultepec de las más célebres. Tal fue el encanto que éstas surtieron en Díaz, que realizó las gestiones necesarias para la permanencia indefinida de Veyre y Von Bernard en México para hacer de ellos sus productores personales.

Cuando el público mexicano asistió a las primeras proyecciones cinematográficas, éstas incluían no sólo obras francesas, sino estampas del “Señor presidente” a caballo o inaugurando obras. Así fue que en México el cine nació político.

Muy pronto, Díaz comenzó a utilizar la caja de las maravillas para ofrecer al interior del país una imagen idílica y al exterior una impresión de estabilidad político-social. Vistas donde no aparecían indígenas, y que el tono solemne o militar convertía en actos oficiales de Estado. No obstante, para los parámetros de la época, el cinematógrafo era concebido como un testigo silencioso que captaba objetivamente el mundo: nada más lejos de la realidad. Contrario a lo que sucede en la actualidad, en aquel cierre del siglo XIX los géneros que predominaban en el quehacer fílmico eran el reportaje y el documental, haciendo las veces de testimoniales con los que la clase pudiente daba a conocer su realidad.

Pero no fue sino hasta el estallido de la Revolución y la súbita salida de Porfirio Díaz del país que el cine experimentó una peculiar transformación dentro de ese caos modelador de perspectivas, y muchos de quienes habían trabajado bajo el cobijo del Porfiriato ahora se veían inmersos en la vorágine liberal que había convertido al ex presidente en dictador y a sus camaradas en traidores de la patria. El contexto mexicano fungió como clara comprobación anticipada de lo que en los años veinte asumiría conscientemente el cine soviético: las películas son un instrumento político en manos de la ideología dominante. Con ello, figuras importantes del oficialismo anterior ahora decidían seguir a alguna de las cabezas revolucionarias (como los hermanos Alva a Madero o Jesús H. Abitia a Obregón y más tarde a Carranza) y tomaban parte en las batallas filmando lo que hasta entonces había permanecido invisible: el campo y la pobreza.

Entre 1896 y 1910 se rodaron 370 películas, aunque en la actualidad apenas se conservan cincuenta. En 1902, cuando el furor inicial decayó, sólo se filmaron cinco, sin embargo, con el triunfo de Madero en 1910, la producción incrementó considerablemente haciendo del movimiento armado su motor. El mismo Von Bernard, al lado de productores como Echániz Brust (con 37 películas), Salvador Toscano (con 36) y los hermanos Becerril (con 29), se dedicaron a hacer vistas en ambos momentos históricos. Estaba surgiendo —aun cuando sus participantes no eran conscientes de ello todavía— una cinematografía nacional.

Y así como Díaz había hecho del cine la mejor de sus herramientas propagandísticas —en un contexto en el que el analfabetismo había contribuido a consolidarlo como medio para hacer llegar discursos políticos a los ciudadanos que no sabían leer—, la Revolución fortaleció la producción cinematográfica al emplearla como noticia-viva en contraste con los periódicos y corridos, al punto que mitificó una lucha que daría material cinematográfico a varias décadas posteriores. En ese momento, sin embargo, la búsqueda de “realidad” dio como resultado una apabullante producción de 264 reportajes y 35 documentales mientras solamente se filmaron 10 comedias y 16 melodramas, géneros que más tarde dominarían la época de Oro del cine nacional y que, además, serían empleados para abordar una Revolución guardada en la memoria con el idealismo propio de un nacionalismo romántico.

La revolución ficcionalizada
Entre las películas propagandísticas del breve gobierno maderista, realizadas por Guillermo Becerril, y el documental considerado patrimonio inmaterial de la humanidad Memorias de un mexicano de Salvador Toscano, existe una diferencia fundamental: la narratividad.

Tuvo la oportunidad, entre 1898 y 1923, de observar a través del lente de la cámara un México en pleno cambio, empezando por mostrar el folclore de las Fiestas del centenario de la Independencia, organizadas por don Porfirio, hasta El viaje del héroe de la Revolución  D. Francisco I. Madero y La Decena Trágica en México o La caída del gobierno de Madero. La sucesión de eventos en esta etapa de importantes cambios fue recopilada y construida a manera de docuficción por su hija Carmen Toscano en 1950.
Salvador Toscano clasificaba sus vistas por temáticas y se daba a la tarea, en medio de la vorágine, de escribir algunas notas que proponían una disposición en montaje. Con éstas, su hija pudo reconstruir la historia de un México fragmentado y confuso de la manera en que su padre había propuesto. Fue, por ende, considerado por la incipiente crítica cinematográfica de su tiempo el primer cineasta mexicano; pues al asimilar la presencia inevitable de un gran narrador, que manipula lo que cuenta, no ofrece al espectador la imagen de la realidad sino que le confiere sentido a la realidad.

Sin embargo, quien pareció entender desde el principio que la imagen cinematográfica debía poner especial atención en los espectadores, no ya mediante la propaganda sino a través de la historia dramatizada, esto es, narrada por profesionales —así como el periodismo era relatado por reporteros—  fue Pancho Villa, la figura política más filmada después de Porfirio Díaz.

El carisma y arrojado carácter de Villa, atrajeron desde muy temprano la atención de los estudios estadounidenses, con lo que en 1914 la Mutual Film Co. le ofreció un contrato bien remunerado para dejarse filmar en batalla para el filme The Life of Pancho Villa, en el que sus tropas debieron vestir uniformes mucho menos raídos que los reales. Era la primera obra sobre la revolución conscientemente espectacularizada, dirigida al público estadounidense en plena Primera Guerra mundial, que mezclaba con escenas documentales otras totalmente actuadas.

Sólo dos años después, en 1916, el presidente en funciones Woodrow Wilson apoyó a Venustiano Carranza y cuando Villa lanzó su ataque a Columbus, Nuevo México, le dio la espalda. El cine entonces jugó un papel fundamental en la deconstrucción de la figura del héroe en The Outlaw’s Revenge, donde se mostraba a Villa como un bandido.

El cine que había nacido como un método de propaganda porfirista, había convertido al dictador, más que en un personaje histórico, en el villano de la Revolución; con lo que la lucha se había convertido en el escenario idílico de todas las batallas, en el ambiente perfecto de toda emocionante ficción. Si bien es cierto que la posterior obra de Fernando de Fuentes, totalmente ficcional, le devolvía realismo al movimiento —recordando con vívidas actuaciones la hambruna de 1910 a 1917, la confusión social, el acarreo político y la falta de líderes populares— en El prisionero 13 (1933), El Compadre Mendoza (1933) y ¡Vámonos con Pancho Villa! (1936), a partir de la década de los cuarenta se convirtió en el espacio donde las aspiraciones del mexicano encuentran refugio, donde el campo y la lucha por la libertad son posibles: donde construir la memoria.

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