El ardor perpetuo de la lumbre

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No el fuego, sí la lumbre. No el fuego que todo lo purifica, sí la lumbre que todo lo destruye; la que en su arder consume, no la casa, sí la choza de Demetrio Macías: su hogar en el rancho de Limón. Antes llegaron los federales exigiendo comida y favores. Fanfarrones ante la solitaria mujer, su hombría cae ante la presencia de Macías que brota de la oscuridad. “Mátalos”, le ordena su mujer. Ellos se sobajan, se inclinan, se humillan ante esa figura blanca. “¿Por qué no los mataste?”, pregunta la mujer cuando salen de su choza, huyendo, internándose en la oscuridad de la sierra. ¡Seguro que no les tocaba todavía!, contesta el hombre.

El primer fragmento de Los de abajo (1916) es un presagio. De forma condensada  se presentan los de abajo: Demetrio, su mujer y el niño. Y los de arriba, representados por los federales, a los que en el transcurso de la novela se suman los ricos y el gobierno. Abajo —se abunda— está la peonada, los coamileros, los indios, todos ellos sumidos en la ignorancia. “…estos condenados del gobierno, que nos han declarado guerra a muerte a los pobres…” Y surge, como invocación, la animalización: “…donde dan con uno, allí lo acaban como si fuera perro del mal”. Y como si los animales los persiguieran, ellos están presentes en su acontecer. Herido Demetrio, “Pancracio, Anastasio y la Codorniz se echaron a los pies de la camilla como perros fieles”. Y se pueden citar más ejemplos: “¡Hora sí, muchachos pónganse changos!”, grita Anastasio Montañés para alertar a los revolucionarios. Y ya en plena batalla, prestándose el rifle, afinando puntería, un correligionario pregunta: “¿Viste que salto dio?… ¡Como venado!”

Pero ellos, los de abajo, son como hojas que las lleva el viento. Es el ardor de la Revolución los que los mueve, anima, conduce. No el ardor de los ideales, sino el de la batalla en sí. Es una lumbre que no conoce de guardavallas y los arrasa. “—¿Villa?… ¿Obregón?… ¿Carranza?… ¡X…Y… Z…! ¡Qué se me da a mí?… amo la Revolución como al volcán que irrumpe! ¡Al volcán porque es volcán; a la Revolución porque es Revolución!”.

La sangre corre en el cuerpo de Demetrio como lumbre. Atizada por los recuerdos, no la calma la postración del cacique de Moyahua. “Don Demetrio”, le tilda suplicante don Mónico, ése que un día le echó a los federales por una riña de cantina. Día azaroso aquel, porque el campesino se vuelve revolucionario y, por venganza del cacique —se infiere—, su choza fue quemada. Y aparece la lumbre contenida en la venas, disfrazada de misericordia, y Demetrio se retira con la tropa. “Quemen la casa”, ordena después. Venganza tardía que no calma, en lo mínimo, el furor contenido.

Vuelven los revolucionarios a sus orígenes y recuerdan cuando eran bien vistos; el sonar de las campanas, el tiro de cohetes. La lumbre inicial, su arrebato, sigue intacto: ella le impide a Demetrio acoplarse de nuevo a su familia; ella le exige su presencia en esa guerra que no tiene fin.

    El fuego que purifica, que sublima, que asciende al hombre, nunca está presente. Es la lumbre la que en su arrebato los lleva a una lucha perenne: los de abajo defendiéndose de los de arriba.

Mariano Azuela (Lagos de Moreno, 1873) confronta la historia, la crónica y la novela, que en su convivir dejan una pintura difícil de abolir: Demetrio —los de abajo—, por siempre empuñando su fusil ante un enemigo omnipresente.

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