Eduardo Lizalde

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Su oficina es un poliedro de cristales cubiertos de cortinas. Su traje negro, impecable. Sus libreros atestados. Una buena lámpara que alumbra sus manos solemnes sobre el lugar donde escribe… ¿poemas? Tal vez, pero sin duda aquí signa los documentos necesarios para sus labores de funcionario.
Poeta del desgarramiento interior, del infortunio amoroso y la metáfora felina, Eduardo Lizalde es todo un caballero. De espléndida lucidez y conversación inagotable. Como preámbulo de su cumpleaños número 80 (el 14 de julio) y del reconocimiento que recibirá en Bellas Artes, “el Tigre” concedió a La gaceta una charla para hablar de su intensa labor intelectual, y de su trabajo con la escritura que tanto ha contribuido a formar el corpus de la poesía nacional.
¿Cómo se inició usted en el mundillo literario?
En esta larga trayectoria hemos tratado a la humanidad entera. A don Enrique González Martínez lo traté los últimos cuatro años de su vida. En su casa de la Colonia del Valle se reunían las personalidades más importantes de México y el mundo. Se firmaban los libros del Canto general, de Neruda, que hemos perdido: un gran tomo que firmaban también Rivera y Siqueiros, quienes lo ilustraron.
De la generación de Contemporáneos tratamos a Gorostiza muy pocas veces, a Pellicer bastante y a Novo lo conocí bien. Pero, ¿sabe?, no todos estaban a nuestra disposición para ser entrevistados. Owen, por ejemplo, vivía fuera, así que nunca lo tratamos.
Por entonces (alrededor de 1950), un joven Eduardo Lizalde estudiaba música: “Traté de ser cantante”, pronuncia sobre el escritorio su profunda voz de barítono. “No lo logré nunca, ni podía vivir de semejante cosa”. Pero llegando ya a la veintena de años, compartía clases formales con Enrique González Rojo, nieto de González Martínez y poeta también, compañero y cofundador del Poeticismo, la vanguardia extraviada, según Evodio Escalante en su estudio que lleva ese título. Así, Lizalde comenzó su viaje por lo que él llama el kindergarten del mundo literario.
“Fuimos precoces, de manera que a los veinte años ya estábamos trabajando en poemas, frustrados todos. Hay que tomar en cuenta que la literatura no es adecuada para niños prodigio. Es la madurez la que produce las obras importantes”.

¿Entonces cuál considera usted su debut literario?
Después de mi primer poemario, La mala hora, el libro que verdaderamente me pareció digno de publicarse fue Cada cosa es Babel, que ya estaba escrito desde el 59 o 60, pero lo publicó la UNAM en el sesenta y seis, exactamente en el momento en que Gabriel García Márquez publicaba Cien años de soledad. Jomí García Ascot, a quién está dedicada esa novela, me dijo entonces que ese libro iba a tener una circulación que no tendrían nuestros poemas.

¿Y tuvo razón? ¿Qué recibimiento tuvieron sus versos?
Pues Octavio Paz no era muy partidario de Cada cosa es Babel y habló poco de El tigre en la casa. Poco antes de morir, me dijo: “Estoy en deuda contigo, porque he escrito muy poco sobre tus trabajos”. Y es que teníamos acaso más comunicación sobre cuestiones políticas y filosóficas, aunque hablábamos mucho de poesía. Al poeticista que más celebró fue a Marco Antonio Montes de Oca.

¿Por qué esta indiferencia?
Paz llegó a decir que la mía era una poesía enemiga a la suya, que cerca de él estaban más José Emilio Pacheco, Montes de Oca o Aridjis. Yo le dije: “No. No es enemiga, es otra. No podemos seguir explotando una veta que tú ya agotaste, y los de tu generación”. Además, los temperamentos obligan a distintos lenguajes, a distintos ritmos y en el fondo, la poesía está hecha de la vida, la biografía, la voz, y las experiencias de cada autor. Aunque no creo que sean tan distintas la experiencias de la generación de Paz y las de la mía.

¿Por qué no?
Hay vicisitudes, hay diferencias abismales, pero no hay poetas originales: todo poeta es producto de una generación y se parecen mucho más los poetas que se suponen opuestos de lo que ellos creen. A lo largo del tiempo se observan las mismas obsesiones, lecturas, preocupaciones… y, también, por supuesto, las diferencias. Góngora y Quevedo se parecen mucho más de lo que ellos hubieran querido en su época. Y el mundo de la poesía mexicana es muy vasto, muy complejo.

¿Y popular?
La poesía es un género más bien para minorías, una tarea de clubes privados que no está destinada a tener grandes lectores, excepto cuando el poeta alcanza notoriedad universal. Eso ha ocurrido extrañamente: Neruda, Valéry, T. S. Eliot… pero la gran mayoría la alcanzan después de muertos. Y sin embargo hay en la poesía una fibra particular que le permite sobrevivir por encima de los prosistas más notables que rodean al poeta en el momento de su creación. Uno no sabe cuáles son los libros importantes. Eso lo saben los interlocutores. Cuando terminé El tigre en la casa, pensé que sería el libro menos leído y menos celebrado de los que había logrado escribir, y ocurrió lo contrario. Es un fenómeno extraño.

¿Quiénes son los poetas que los siguieron?
Es muy difícil hacer una lista completa, y los importantes ya no son tan jóvenes. La lista sería muy grande y no quiero ser injusto haciéndola menor de lo que debería ser, pero desde luego puedo mencionar algunos: Antonio del Toro, Francisco Hernández, Marco Antonio Campos y David Huerta. Después de ellos, Fabio Morábito, Luis Vicente de Aguinaga, etc..

¿Usted, qué clase de escritor se considera?
Tardé mucho en decidir qué quería hacer con la poesía. He sido dado a los poemas extensos, que me llevan mucho tiempo de redacción: Algaida me llevó cinco años. Soy lento para publicar y pese a todo, hemos dado a las prensas varios miles de versos. Quizás demasiados. Y hasta una novela sobre el mundo revolucionario que ha sido muy mal leída.
Tengo la obsesión de continuar con un tema. No nada más el de la violencia y el infortunio amoroso, que es lo que determina el carácter de El tigre en la casa o La zorra enferma. No que yo fuera tan infortunado en ese terreno, sino porque era el tema del libro: un poeta toma un tema, como un autor de teatro toma otro. Puede escribir una obra sobre un criminal, aunque el autor no sea un criminal. Se mete en el alma del criminal, se mete en el alma del infortunado o un afortunado amoroso: las emociones son manejadas por el poeta como personajes.
Y tengo otros registros. He publicado también mucha prosa, ensayos. Los textos se pierden en las revistas, así que en Tablero de divagaciones recojo un poco el espectro de toda la gente que he visto, leído y tratado a lo largo de esta ya extensa existencia. También me he ocupado de epigramas, malignidades,música, historia, política, filosofía… de hecho, mi carrera fue formalmente la filosofía.

Junto con José Revueltas fue usted parte del Partido Comunista. Supongo que esta raíz filosófica y su formación profesional nutren a su literatura
La visión crítica —no solamente del marxismo, sino de la filosofía y de la ética— es una de las cuestiones que preocupa y conmueve a toda la literatura. Encontrar el fundamento racional de la moral y de la ética fue una tarea en la que fracasaron desde los griegos hasta los filósofos del siglo XX, pasando por los existencialistas. El tema de la ética y la estética es el mismo: no hay reglas para la moral, desde luego. Tampoco hay reglas para la estética. Pero no podemos renunciar a los principios de la herencia ética filosófica de una civilización de la que dependemos. Así que la moral no tiene más normas que las históricas, y en lo que tiene que ver con la preservación de la especie. Por eso le llamo fracaso a nuestra vanguardia.
¿Pero lo sabía ya desde el momento de crear el poeticismo?
Sí, yo era bastante escéptico. No pensaba que fuéramos a tener razón en todo, queríamos hacer una crítica de lo que había ocurrido en la generación anterior, pero no podíamos cometer el parricidio absoluto. La poesía no se hace en una isla sin herencia social.

¿De modo que las vanguardias han muerto?
No, sobreviven. Dejan una parte de su herencia. La literatura contemporánea es la experiencia de todas las vanguardias.

¿Entonces se convierten en lo que deploraban?
Aportan caminos que no habían sido hollados por las generaciones anteriores. Mas, ¿cómo decir qué hay en el fondo del proceso de la literatura? No avanza ni retrocede. No hay reglas como en la ciencia. Por ejemplo, no se pueden echar abajo las leyes de Newton, porque la física y las matemáticas sí avanzan de una manera lineal. La literatura y el arte no. En su conjunto transforman la mentalidad del mundo entero a la larga. No de manera inmediata como las revoluciones o las políticas económicas, pero lo hacen.

Y bien, ¿qué dejan para el siglo XXI los “ismos” del XX?
Leibniz tiene una frase en la que me apoyo mucho cuando escribo cosas sobre el tema de las ideas y de las líneas estéticas de una generación: “Todas las doctrinas aciertan en lo que niegan y se equivocan en lo que afirman”. Marx, por ejemplo, niega todo el sistema de producción capitalista y hace un diagnóstico formidable. Sin embargo, el socialismo no es mucho mejor: Marx tenía razón en la crítica, pero se equivocó en la profecía final. Él pensaba que a principios del siglo XX se iban a resolver los problemas del enfrentamiento entre las clases, que no iba a haber explotación, ni esclavitud. Desde luego era un sueño democrático el de Marx. En eso se equivoca.
También se equivoca al creer que hay leyes dialécticas-históricas fijas, se equivoca más Engels que Marx: nadie puede vaticinar lo que va a ocurrir con un país, con una sociedad, las leyes las hacemos nosotros. Por eso recuerdo lo que dice Wallace Stevens: “La poesía es un proceso de creación infinito, también la naturaleza”.

Así que los “ismos” traían el fracaso en la médula…
Sólo un tonto o un ciego no se daría cuenta de que las propuestas marxistas son un fracaso. El desastre político del socialismo ha sido aterrador y he escrito mucho sobre eso, desde luego. Ahora que hemos contemplado el rompimiento, el desastre, y el desencanto de la aventura socialista, parece que no hay futuro para el socialismo. Yo creo que sí lo tiene, pero no éste, sino un socialismo con rostro verdaderamente humano, con mercado libre, con democracia. Posiblemente sea el futuro de la humanidad, no sé en cuántas centurias.

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